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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 19/2/2006
De la movida mahometana me quedo con una foto. Dos jóvenes tocados con kufiyas alzan un cartel: Europa es el cáncer, el Islam es la respuesta. Y esos jóvenes están en Londres. Residen en pleno cáncer, quizá porque
en otros sitios el trabajo, la salud, el culto de otra religión, la
libertad de sostener ideas que no coincidan con la doctrina oficial del
Estado, son imposibles. Ante esa foto reveladora -no se trata de
occidentalizar el sano Islam, sino de islamizar un enfermo Occidente-,
lo demás son milongas. Los quiebros de cintura de algunos gobernantes
europeos, la claudicación y el pasteleo de otros, la firmeza de los
menos, no alteran la situación, ni el futuro. En Europa, un tonto del
haba puede titular su obra Me cago en Dios, y la gente
protestar en libertad ante el teatro, y los tribunales, si procede,
decidir al respecto. Es cierto que, en otros tiempos, en Europa se
quemaba por cosas así. Pero las hogueras de la Inquisición se apagaron
-aunque algún obispo lo lamente todavía- cuando Voltaire escribió: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que nadie le impida decirlo».
Aclarado ese punto, creo que la alianza de civilizaciones es un camelo idiota, y que además es imposible. El Islam y Occidente no
se aliarán jamás. Podrán coexistir con cuidado y tolerancia,
intercambiando gentes e ideas en una ósmosis tan inevitable como
necesaria. Pero quienes hablan de integración y fusión intercultural no
saben lo que dicen. Quien conoce el mundo islámico -algunos viajamos
por él durante veintiún años- comprende que el Islam resulta
incompatible con la palabra progreso como la entendemos en Occidente,
que allí la separación entre Iglesia y Estado es impensable, y que
mientras en Europa el cristianismo y sus clérigos, a regañadientes,
claudicaron ante las ideas ilustradas y la libertad del ciudadano, el
Islam, férreamente controlado por los suyos, no renuncia a regir todos
y cada uno de los aspectos de la vida personal de los creyentes. Y si
lo dejan, también de los no creyentes. Nada de derechos humanos como
los entendemos aquí, nada de libertad individual. Ninguna ley por
encima de la Charia. Eso hace la presión social enorme. El qué dirán es
fundamental. La opinión de los vecinos, del barrio, del entorno. Y lo
más terrible: no sólo hay que ser buen musulmán, hay que demostrarlo.
En cuanto a Occidente, ya no se trata sólo de un conflicto añejo, dormido durante cinco siglos, entre dos
concepciones opuestas del mundo. Millones de musulmanes vinieron a
Europa en busca de una vida mejor. Están aquí, se van a quedar para
siempre y vendrán más. Pero, pese a la buena voluntad de casi todos
ellos, y pese también a la favorable disposición de muchos europeos que
los acogen, hay cosas imposibles, integraciones dificilísimas,
concepciones culturales, sociales, religiosas, que jamás podrán
conciliarse con un régimen de plenas libertades. Es falaz lo del
respeto mutuo. Y peligroso. ¿Debo respetar a quien castiga a adúlteras
u homosexuales? Occidente es democrático, pero el Islam no lo es. Ni
siquiera el comunismo logró penetrar en él: se mantiene tenaz e
imbatible como una roca. «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia», ha dicho Omar Bin Bakri, uno de sus los principales ideólogos
radicales. Occidente es débil e inmoral, y los vamos a reventar con sus
propias contradicciones. Frente a eso, la única táctica defensiva,
siempre y cuando uno quiera defenderse, es la firmeza y las cosas
claras. Usted viene aquí, trabaja y vive. Vale. Pero no llame puta a mi
hija -ni a la suya- porque use minifalda, ni lapide a mi mujer -ni a la
suya- porque se líe con el del butano. Aquí respeta usted las reglas o
se va a tomar por saco. Hace tiempo, los Reyes Católicos hicieron lo
que su tiempo aconsejaba: el que no trague, fuera. Hoy eso es
imposible, por suerte para la libertad que tal vez nos destruya, y por
desgracia para esta contradictoria y cobarde Europa, sentenciada por el
curso implacable de una Historia en la que, pese a los cuentos de hadas
que vocea tanto cantamañanas -vayan a las bibliotecas y léanlo,
imbéciles- sólo los fuertes vencen, y sobreviven. Por eso los chicos de
la pancarta de Londres y sus primos de la otra orilla van a ganar, y lo
saben. Tienen fe, tienen hambre, tienen desesperación, tienen los
cojones en su sitio. Y nos han calado bien. Conocen el cáncer. Les
basta observar la escalofriante sonrisa de las ratas dispuestas a
congraciarse con el verdugo.