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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 05/2/2006
Imagino que conocen ustedes la famosa ley de Murphy: cuando algo puede salir mal, sale mal. Por ejemplo: cuando una tostada
se nos va de las manos, siempre cae al suelo por la parte de la
mantequilla. Pero esa ley, probadísima, no es la única. La experiencia
demuestra que cada cual puede establecer un número infinito de leyes
propias, que amplían la de Murphy o que se internan por otros
apasionantes vericuetos de nuestra vida y percances. Tengo amigos que
hasta las anotan a medida que las descubren, coleccionándolas. La Ley
del Taxi que Acaba de Pasar por la Esquina, por ejemplo. O la Ley del
Alambrito del Bimbo.
Yo mismo poseo un amplio surtido. La
de la Llave Equivocada es una de ellas: no importa el número de llaves
que lleve tu llavero; si es más de una, la mitad de las veces que
intentas abrir una cerradura empleas la llave equivocada -sin contar
las variantes dientes arriba o dientes abajo, reservadas a la llavecita
del buzón-. Otra que se cumple siempre, con precisión asombrosa, es la
Ley del Prospecto Farmacéutico: cada vez que abres una caja de
medicamentos, lo haces siempre por donde el prospecto, plegado, impide
acceder al contenido. Pero no soy yo sólo. Mi compadre Carlos G. acaba
de establecer la Ley del Autobús Oportuno: cada vez que besas a tu
secretaria en una calle de una ciudad de cinco millones de habitantes,
pasa en ese momento un autobús con tu mujer en la ventanilla. Ahora mi
compadre amplía esa ley con interesantes derivaciones, como el llamado
Axioma de Carlos: las posibilidades de conservar hijos, casa, coche y
perro en casos de divorcio son inversamente proporcionales a los años
de matrimonio y a la mala leche acumulada por tu legítima.
Tales leyes no admiten excepciones. La Ley del Barco Fondeado, por ejemplo, se cumple con rigor extremo.
Podríamos formularla así: cada vez que te encuentras fondeado con un
velero en una costa desierta y de varias millas de extensión, el
siguiente barco que fondee lo hará exactamente a tu lado. En verano
esto se amplía con inexorables corolarios: aunque quede mucho sitio
libre alrededor, todo tercer barco fondeará en el reducido espacio que
haya entre tu barco y el que fondeó antes. Al cabo del día, la
confirmación de esta ley hace que, con varias millas de costa desierta,
quince o veinte barcos se encuentren amontonados en el mismo lugar,
borneando unos sobre otros al menor cambio del viento; y que cada
patrón de nuevo barco que llegue, piense que algo malo tendrá la parte
desierta cuando nadie fondea en ella.
La Ley del Barco Fondeado es utilísima a la hora de hacer previsiones, pues tiene innumerables aplicaciones terrestres. Por no alejarnos del
mar, basta cambiar Barco Fondeado por Toalla y Playa, y resultará que,
en una playa desierta de varios kilómetros de extensión, toda familia
con sombrilla, hamacas, abuela y niños vendrá a instalarse exactamente
a dos metros y cincuenta centímetros del lugar en donde hayas extendido
tu toalla; pero no lo hará ninguna señora estupenda amante del
bronceado integral -Corolario de la Señora Estupenda-. Etcétera. Y en
cuanto a la tierra adentro, para qué les voy a contar. Ahí está la Ley
de la Mesa Contigua, que no es sino una variante en seco de la del
Barco Fondeado: en una cafetería o restaurante con todas las mesas
vacías, cualquier nuevo cliente ocupará siempre la más próxima a la
tuya -a veces esta ley se ve reforzada por la Norma del Maître Cabrón,
que también ayuda-. El lunes pasado, a las diez de la mañana, tuve
ocasión de confirmar el asunto. Estaba sentado leyendo los periódicos
en una mesa, al fondo de una cafetería de aeropuerto grande y desierta,
cuando apareció un grupo de jubilados que venían a echar una partida de
mus. En cuanto los vi entrar, deduje: date por fornicado, colega. Y
oigan. Queda feo que me eche flores, pero bordé el pronóstico. Cruzaron
la sala sorteando mesas vacías y fueron a instalarse en la mesa de al
lado. El resto lo pueden imaginar: duples, parejas, órdago a la chica.
Y a ver si vienen esos cafelitos, guapa. Todo a grito pelado, entre
golpes de baraja. Al rato llegaron más clientes y, por supuesto, se
situaron alrededor, bien agrupados; con lo que, al cabo de un rato,
aquella esquina de la cafetería parecía una plaza de pueblo en fiesta
patronal. Ley del Barco Fondeado, como les digo. Para que luego nos
llamen insolidarios. El que está solo es porque quiere. Y ni aun así te
dejan.