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Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

El Quijote como consuelo

XLSemanal - 03/6/2013

Cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero en lugares que no eran precisamente Barrio Sésamo, había dolores que no se quitaban con aspirinas. La solución, en tales casos, era abrir un libro, irme con él al rincón más tranquilo posible, y con la luz de la que dispusiera en ese momento -a veces una vela o una linterna-, sumergirme en sus páginas hasta que el mundo se ajustase de nuevo y todo se tornara soportable. Conservo ese hábito, y entre los analgésicos a los que con más frecuencia recurro se cuentan Montaigne y Cervantes: los Ensayos El Quijote. Este último, sobre todo. Desde hace nueve años, la edición que manejo es la del profesor Francisco Rico, cuyas páginas, incluidas las de cortesía, tengo llenas de subrayados y anotaciones a lápiz, y en las que unas veces busco pasajes concretos y otras me engolfo al azar, abriéndola por cualquier sitio, seguro de que a las pocas líneas estaré de nuevo atrapado por la magia deliciosa del texto, y que todos los dolores reales o metafóricos se atenuarán, como de costumbre.

No les sorprenderá, supongo, que en los últimos tiempos, casi a diario, después de ver en el telediario o los periódicos el relato en tiempo real de esta España desvergonzada y patética, en manos de la misma gentuza infame que sin distinción de tiempos y nombres medra atornillada a nuestra historia desde hace siglos, sienta a menudo la necesidad urgente de zambullirme en las páginas cervantinas, a fin de que, como decía antes, el dolor y la amargura se diluyan hasta hacerse tolerables. Hasta reconciliarme, en lo posible, con este lugar desgraciado en el que a mí, como a ustedes, por nacimiento nos arrojó el azar. Y no falla. Cada vez, entre el cañamazo de la genial parodia cervantina, por los vericuetos serenos y originalísimos de su prosa, aquel hombre lúcido y bueno, que fue soldado y conoció la guerra, el cautiverio, la decepción, la soledad y el fracaso sin que nada quebrara su bondad y su gallardo espíritu, me alivia el dolor con su mirada agridulce, su serena sonrisa melancólica, su humor suave, resignado e inteligente. Con la entrañable imagen del hidalgo, no loco, sino soñador y cuerdo -«Yo sé quién soy»-, que encarna el valor sin recompensa, perito en derrotas, blanco de las bromas pesadas de ese maléfico encantador llamado destino o mala suerte.

Nunca fue tan olvidado Cervantes, y nunca hizo tanta falta. Porque asómbrense: de los catorce países de habla hispana que puedo comprobar, sólo en seis -Uruguay, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Perú y Puerto Rico- la lectura de El Quijote es obligatoria en el colegio. En México, que presume de punta de lanza del español en América, dejó de serlo en 2006; y en Argentina, para vergüenza de las sombras de Borges, Bioy y Roberto Arlt, ni siquiera existe la materia Literatura Española. En cuanto a esta España de aquí, la palabra no es ya vergüenza, sino prevaricación que roza lo criminal: la lectura de El Quijote no sólo no es obligatoria -obligar traumatiza, ya saben-, sino que ni siquiera figura entre las recomendadas por el ministerio de Educación en secundaria o en bachillerato.

Y sin embargo, insisto, pocas veces fue tan necesario Cervantes como refugio y consuelo; como analgésico que no elimina la causa del dolor pero ayuda a soportarlo; como prueba de que, hasta en la peor hora, cuando toda certidumbre se desmorona y el fracaso golpea, hay maneras de soportarlo casi todo. De afrontar el embate con sonrisa serena; con lucidez, dignidad y esperanza. Puestos a recetar aspirinas, permítanme mencionar un ensayo escrito hace veintitrés años por el filósofo Julián Marías, padre del escritor Javier Marías. Se titula Cervantes, clave española; y en la conferencia que le dio origen, don Julián cita un fragmento de su propio prólogo al Persiles:

Y se despide del lector, de la vida, con estas aladas, entrañables palabras que no pueden leerse sin sentir que aprisionan en sólo dos líneas el quién que fue Cervantes: «¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»... Un hombre que va a morir, que sabe que va a morir muy pronto y se despide de la gracia, del donaire, del regocijo, de la amistad, de la palabra, de la conversación. ¿No es esto España, que viaja con ilusión, con prisa de la otra vida; cuya última palabra, después de tantos años de infortunio, heridas, cárceles, cautiverio, pobreza y desdén, después de tanto amor, tanta belleza, tanta ilusión fresca y marchita nunca, es «contentos»? ¿No es esto España?