Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
El avión inclina un poco un ala y pierde altura, mientras la línea de la costa se advierte más allá de la ventanilla. Es un día luminoso y azul, aunque un fuerte mistral salpica el mar de borreguillos blancos y marca de oleaje la orilla lejana. Cierras el libro que has estado leyendo y observas el paisaje. Te gusta hacer eso cuando conoces la costa y las aguas próximas, reconociendo desde arriba lo que otras veces has navegado abajo: cabos, ensenadas, playas, puertos, se ofrecen a la vista como en un portulano o un mapa. Y una vez más no puedes menos que admirar a los hombres sabios y tenaces que, en siglos pasados, cuando no existían los satélites ni los aviones, consiguieron a base de compás, cañonazo, reloj, lápiz y papel, levantamientos cuyo trazado exacto, en buena parte de los casos, apenas se han visto modificados por las cartas náuticas modernas.
El avión desciende un poco más y las salpicaduras blancas se vuelven más visibles y precisas, hasta el punto de que puede apreciarse el movimiento de las grandes olas que hay allá abajo, la lenta ondulación del agua que el viento empuja en dirección paralela a la costa. Isobaras apretadas como sardinas en lata, piensas mientras por costumbre imaginas la intensidad del viento allá abajo. Beaufort fuerza 8, por lo menos. Eso significa temporal de 34 a 40 nudos, con el agravante de que el viento corre veloz, por un mar libre de obstáculos, desde muchos cientos de millas; y esa fuerza incide en la altura de las olas, que son majestuosamente alargadas y de cuyas crestas blancas, a medida que el avión sigue bajando, parecen desprenderse rociones de espuma.
El avión sigue virando despacio para enfilar la aproximación al aeropuerto, cuando adviertes algo allá abajo: un pequeño barco deja tras de sí una línea de espuma blanca y casi recta, muy visible aunque barrida pronto por las olas que corren hacia su popa. Es un velero, sin duda. Debe de tener entre doce y quince metros, y mantiene el rumbo hacia la costa, de la que lo separan todavía unas diez millas, ciñendo el viento. Eso puede suponer, con ese temporal y esa mar ondulada que lo mismo impulsa que frena, un mínimo de dos horas de navegación infernal, todavía. Por el rumbo que trae, es posible suponer que el velero lleva al menos catorce horas navegando, que al menos la mitad de ese tiempo lo ha hecho de noche, y que, en el mejor de los casos, el viento duro empezó a castigarlo un poco antes del alba.
Sabes lo que es, claro. Todo el que pasa algún tiempo en un barco lo sabe. Por eso, desde la cabina del avión, mirando la estela del velero que avanza obstinado en busca de refugio -esa tierra próxima que tú alcanzas a ver, pero él no-, sientes un estremecimiento de orgullo solidario. De admiración por ese hermano desamparado, cuya situación puedes imaginar. Observas que navega amurado a babor, consciente de la costa próxima, buscando la protección del puerto cercano, o de al menos una punta de tierra donde fondear a resguardo. Seguramente ciñe el viento con una trinquetilla y dos rizos en la mayor, dando fuertes machetazos en las olas, con su patrón amarrado en la bañera y atento al timón para no atravesarse a la mar, el tambucho cerrado y la tripulación trincada a las líneas de vida o abajo en la camareta, sentada en el suelo, la espalda apoyada en un mamparo, a mano el cubo de achicar por si el mareo juega malas pasadas. Puedes imaginar los rociones que saltan sobre su cubierta, la bandera aleteando a popa con violencia, el aullar de cuarenta nudos en la jarcia y el palo sobre el que el molinillo del anemómetro gira enloquecido. Las miradas entre inquietas y resignadas del patrón a los instrumentos de la bitácora para comprobar la posición, el abatimiento, las rachas del viento.
Que llegues a puerto, compañero, piensas conmovido mientras el solitario velero y su estela desaparecen bajo el ala del avión. Que aguante el barco y quienes lo tripulan. Y mientras miras el mar y la costa cercana, que desde abajo no se ve, piensas en todos los pequeños barquitos desamparados y valientes que ahora navegan acortando vela, ciñendo vientos duros sin otro socorro que su serenidad y su coraje. En busca de un sitio donde echar el ancla y descansar quienes, tras largas horas de pelea, puedan arrebatarle al mar ese derecho. Porque, aunque solemos olvidarlo cuando pisamos tierra firme o sopla brisa suave, navegar, como vivir -y poco va de una cosa a otra-, nunca fue un asunto fácil.