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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 11/12/2005
Mi tío fue el primer héroe de mi infancia. Cuando su barco tocaba en Cartagena, mis padres me llevaban al puerto,
y junto a los tinglados del muelle contemplaba yo extasiado la maniobra
de amarre, las gruesas estachas encapilladas en los norays, los
marineros moviéndose por la cubierta y el último humo saliendo por la
chimenea. A veces lo veía en la proa, como primer oficial, y más tarde,
ya capitán, asomado al alerón del puente, arriba, inclinándose para
comprobar la distancia con el muelle mientras daba las órdenes
adecuadas. Después, inmovilizado el barco, yo subía corriendo por la
escala, ansioso por pisar la cubierta vibrante por las máquinas, tocar
la madera, el bronce y los mamparos de hierro, sentir el olor y el
runrún peculiares del barco y llegar al puente, junto a la rueda del
timón y la bitácora, donde estaba mi tío, que interrumpía un momento su
trabajo para levantarme en brazos mientras yo admiraba las palas negras
y doradas en las hombreras de su camisa blanca. Porque entonces los
marinos mercantes llevaban gorra de visera con dos anclas cruzadas,
palas en la camisa de verano y galones dorados en las bocamangas de
hermosas chaquetas azules. En aquel tiempo, los marinos mercantes aún
parecían marinos.
He dicho que lo idolatraba. Al día
siguiente de su atraque, muy temprano, iba a su casa y me metía en la
cama entre él y mi tía, para que me contara aventuras del mar. Nunca me
defraudaba. Mientras mi pobre tía, resignada, se levantaba a
prepararnos el desayuno, yo contenía la respiración, y con los ojos muy
abiertos escuchaba cómo el capitán había naufragado cuatro veces en
aquel viaje, y de qué manera heroica, rodeado de tiburones hambrientos,
se enfrentó a ellos con un cuchillo, pensando todo el tiempo en su
sobrino favorito. Otras veces me contaba cómo los crueles piratas
malayos habían intentado abordar su barco en el estrecho de Malaca, el
temporal que capeó doblando Hornos o cuando tocó un iceberg estando al
mando del Titanic, sin botes para todos los pasajeros. Y yo lo
abrazaba, emocionado, y se me escapaban las lágrimas, sobre todo con el
episodio de los tiburones, cuando me contaba cómo, uno tras otro,
habían ido desapareciendo todos sus compañeros menos él.
Luego crecí, y él envejeció, y tuvo hijos que a su vez lo esperaron en los puertos. En ocasiones, mi vida
profesional llegó a juntarse con la suya y navegamos juntos, como
cuando coincidimos, cosas de la vida, reportero y capitán, en la
evacuación del Sáhara en el año 75, mandando él el último barco español
-ya le había ocurrido en Guinea, era experto en últimos viajes- que
salió de Villa Cisneros. Y al fin, un día, después de cuarenta años
navegando, se jubiló y quedó varado en tierra; junto al mar pero tan
lejos de él como si estuviese a quinientas millas de distancia. Y a
pesar de lo que siempre creyó, con una mujer maravillosa y unos hijos
adorables, no fue feliz en tierra. Iba a verlo -ahora era yo quien
contaba aventuras entre tiburones- y allí, en su salita llena de libros
y recuerdos acumulados como restos de un naufragio, fumábamos y
bebíamos, recordando. Sólo se le iluminaban los ojos de verdad cuando
recordaba, y yo procuraba animarlo a eso. Luego pasaba horas apoyado en
la ventana, en silencio, mirando caer la lluvia, y yo sabía que añoraba
otros cielos y mares azules. Pero el mar de verdad ya no le interesaba.
Había llegado a odiarlo por hacer de él un apátrida, un fantasma varado
en la tierra desconocida y hostil. Sus hijos tampoco lograron traspasar
la barrera. El mayor compró un barquito que él apenas pisaba. Se volvió
huraño, hipocondriaco. Cuando tuve mi primer velero, lo llevé conmigo
mar adentro, esperando reconocer por un instante al ídolo de mi
infancia. Pasó todo el día sentado, mirando el horizonte en silencio,
dos dedos sobre el pulso de su mano derecha. Nunca volvimos a navegar
juntos. Nunca volví a hablarle del mar.
Murió hace un par de años. Esta mañana he estado mirando un viejo cenicero de cristal de la
Trasmediterránea en forma de salvavidas que siempre admiré desde niño,
y que poco antes de morir hizo que me entregaran. Fue al mar, y nunca
volvió. Era un buen marino. Y, como ocurre con los mejores barcos, se
deshizo al quedar varado en la costa. Pero jamás lo olvidaré cuchillo
en mano, nadando entre tiburones.