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Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

Dunkerke y Melilla (por ejemplo)

XLSemanal - 22/10/2012

Mientras repaso las Memorias de Winston Churchill, caigo sobre el relato de Dunkerke. Como saben ustedes, cuando los alemanes invadieron Francia y Bélgica en 1940, la fuerza expedicionaria británica se replegó hacia esa ciudad de la costa. Y allí, bajo duros bombardeos, la Armada Real evacuó de modo ejemplar a 340.000 hombres, incluidos franceses y belgas. Los británicos, según su envidiable costumbre, dieron la vuelta a la derrota para convertirla en episodio heroico: omitieron mencionar los episodios de saqueo, destrucción, alcoholismo colectivo e indisciplina que sus tropas protagonizaron en la retirada, pusieron el acento en la proeza de rescatar a las tropas cercadas, y adornaron el asunto con detalles patrióticos eficaces, entre los que destacó el hecho real de que en los dos últimos días, una flotilla de pequeñas embarcaciones tripuladas por navegantes particulares y miembros de clubs náuticos ingleses, que acudieron con carácter voluntario al llamamiento del Gobierno, cruzaron el canal y estuvieron recorriendo la costa francesa para rescatar a grupos de rezagados. 

Coincide mi repaso a Churchill con tiempos de agitación mediática por las elecciones en Cataluña y otras discutibles lealtades periféricas, pasto de columnistas de prensa y tertulianos varios. Y escuchando a la peña, oigo subrayar la diferencia entre tener una Escocia o un Gales británicos, tener una Bretaña, una Córcega, una Cataluña o un País Vasco franceses, o tener aquí el espectáculo que tenemos. ¿Cuál es la diferencia?, inquiere retóricamente el tertuliano. Y claro. Mi imaginación calenturienta, tocada de refilón por Dunkerke, se pone al tajo. La diferencia, concluyo, es la que va de las Malvinas a Perejil. De Gibraltar a Vélez de la Gomera. De la Batalla de Inglaterra a los reinos de taifas. De la guillotina que nunca tuvimos al confesor de Fernando VII. De la reina Victoria al putón de Isabel II. De Churchill, De Gaulle o Ángela Merkel a Franco, Azaña o Companys para acabar en Aznar, Zapatero y Rajoy. Y metidos en hazañas bélicas, de Dunkerke a Ceuta. O Melilla.

Porque ahora, háganme el favor, imaginen una crisis gorda, de las nuestras, al otro lado del agua. En Melilla, por ejemplo. Estimen el paisaje: esas masas musulmanas con velo y barba, sus imanes a la cabeza, bajando del Gurugú camino del paraíso del Profeta. Esa intifada moruna en la ciudad, con los barrios más duros, que son unos cuantos, llenos de barricadas y patas arriba. Esos minaretes comunicando al personal, por megafonía, que Alá ilá-lá ua Muhammad rasul Alá. Esos legionarios y soldados regulares que se llaman Alí, Mimún y Mohamed diciéndole a la sargento Maricarmen que sí, en efecto, que faltaría más. Que están dispuestos a defender la ciudad como fieras. Que la duda ofende. E imaginen, también, al enérgico Gobierno español diciéndole a la población europea de allí que tranquila, que todo está bajo control; y la población europea, en lógica respuesta a las ya famosas garantías gubernamentales, corriendo acto seguido maleta en mano hacia el puerto, despavorida, en plan mahometano el último. Y en pleno pifostio, como España ni tiene barcos de guerra, ni tiene flota mercante ni tiene una puñetera mierda, al ministro de Defensa de turno se le ocurre la idea: «Vamos a hacer como en Dunkerke -dice-. Con dos cojones». Y en el telediario sale Ana Blanco pidiendo a los capitanes y patrones de embarcaciones deportivas, a los particulares que tienen velero o motora amarrados en los clubs náuticos, a los cuatro pescadores con barco que nos quedan, a Álvaro de Marichalar con su moto náutica y a Borja Thyssen con el yate Mata-Múa de su madre, que acudan a Melilla para evacuar a la peña. Por la cara. Y los antedichos, imagínense, dándose bofetadas en los pantalanes para embarcar los primeros rumbo a donde haga falta; y en vez de irse a Ibiza ponen todos el cabo Tres Forcas en el Gepeese y tiran millas para el norte de África, haciendo sonar las sirenas mientras cantan emotivos himnos solidarios, con sus bermudas rojas de raya y dobladillo, sus náuticos Rockport y sus polos Lacoste -La flotilla de la esperanza, titularía ABC-, húmedas las mejillas con lágrimas de emoción fraterna, a rescatar compatriotas jugándose el todo por el todo. Y una vez allí, bajo las bombas de la Luftwaffe moruna, a arrimarse heroicamente a las playas y al puerto, con un ojo en la sonda y otro en la enseña nacional, para evacuar a civiles y militares mientras, en tierra, los ciento cuarenta panchitos de la compañía Bravo de la XXXIII bandera paracaidista se sacrifican hasta el último cartucho para asegurar la defensa del perímetro. 

Y claro. Luego me preguntan por qué a veces a menudo, últimamente me gustaría ser inglés. O francés. Lo que fuera.