Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Debió de ocurrir por el año cincuenta y tantos. Tengo un recuerdo
preciso pero ingenuo de aquello, así que supongo debía de tener yo,
entonces, siete u ocho años. Era sábado o día de vacaciones, porque no
había ido al colegio y estaba tumbado en la hierba del jardín, a la
sombra de un árbol, leyendo tebeos de la editorial Novaro -Roy Rogers,
Hopalong Cassidy, Gene Autry o uno de ésos-. Era por la mañana, pues la
luz del sol iluminaba los cipreses de la entrada, la cerca exterior y la
puerta. Había alguien trabajando allí: un hombre joven, aunque a mí me
parecía mayor, que pintaba la puerta de verde. Me fijaba en él porque al
llegar, antes de empuñar la brocha, se había acercado a decirme algo
que no recuerdo sobre los tebeos. Era moreno, con la camisa manchada de
pintura y remangada por encima de los codos. Me pareció simpático.
Era primavera, creo.
Hacía buen tiempo y las ventanas estaban abiertas. En una, limpiando
los cristales, estaba una chica joven que trabajaba en casa. Ahora la
llamaríamos empleada de hogar, pero entonces las palabras usuales eran
sirvienta, criada o muchacha. De modo familiar, chacha. Tan familiar
que, por ejemplo, a la señora que durante toda su vida trabajó para la
familia de mi abuelo, y que murió muy anciana, viviendo en la casa,
respetada y querida por todos, la llamamos siempre la chacha Encarna. Y
todavía, al recordarla, nos referimos a ella así.
El caso es que esa mañana yo estaba en el jardín leyendo tebeos, el pintor dándole una mano a la puerta, y en la ventana la muchacha cantaba Campanera.
A quien no haya vivido aquellos tiempos -la televisión no la conocí
hasta los doce años- le será difícil hacerse idea de lo que era la radio
en la vida de la gente: la música y la canción, donde destacaba la
copla de modo absoluto. Si todavía hoy canturreo de memoria docenas de
canciones españolas -Juanita Reina, Antonio Molina, Pepe Pinto-, es de
oírlas mil veces en la radio, o repetidas por todas partes. No había
casa que no tuviera la radio encendida, ni chacha que no cantase coplas.
La nuestra tenía una bonita voz, y repetía lo de Dile que pare esa noria / que va roando, pregonando / lo que quieeeere de forma agradable. Era rubia, jovencita -estuvo con nosotros hasta que
se casó y mi madre fue su madrina de boda-. Se llamaba Pepita. Limpiaba
los cristales, como digo, cantando esa copla. Y en un momento
determinado, el pintor, que de vez en cuando la miraba, se acercó a la
ventana, mostrándole un brazo manchado de pintura, y le preguntó si no
tenía aguarrás o algo para quitárselo.
Qué tiempos, oigan.
Con lo bueno y malo que tuvieron, qué tiempos, de cualquier manera. Y
qué pequeño e ingenuo era yo. Cuando el pintor se arrimó a la ventana,
levanté la vista de los tebeos y me lo quedé mirando. Ya dije que era
joven y moreno. Tenía el aire masculino, la cara atezada de trabajar al
sol. Seguramente olía a sudor y al cigarrillo -supongo que negro y sin
filtro- que le humeaba a un lado de la boca. También recuerdo su
sonrisa: ancha, amable, un punto guasona. Con la rigurosa rectitud de un
niño de entonces, aquello me pareció algo desenvuelto. Un punto
descarado. Pero el pintor, como digo, me había dirigido antes unas
palabras. Me era simpático. Así que seguí interesado la reacción de
Pepita: al principio hizo como que no había oído la pregunta, y siguió
cantando Campanera. Luego, cuando él insistió, lo miró muy seria,
como si dudara, demorándose en la sonrisa del joven. Al fin, como con
desgana, se retiró de la ventana y apareció en la puerta con una botella
de aguarrás y un trapo limpio.
Recuerdo perfectamente la escena:
el pintor con el brazo desnudo extendido, los párpados entornados por
la colilla que le humeaba en una esquina de la sonrisa, clavados los
ojos en el rostro de Pepita; y ésta, baja la mirada, sin mirarlo a la
cara, cogiéndolo por la muñeca con aparente fastidio mientras frotaba
con el trapo mojado en aguarrás la mancha de pintura del antebrazo y
seguía cantando en voz más baja: Dicen que un perseguío / que anda escondío / la vino a ver.
Aquello duró un par de minutos. Luego él dijo gracias; y Pepita, sin
levantar los ojos, dio la vuelta y entró en la casa. Pero cuando ella
apareció de nuevo en la ventana, cantando otra vez Campanera,
observé que ahora miraba al joven a hurtadillas, mientras él seguía
pintando de verde la puerta con la misma sonrisa en la boca. Y volví a
mis tebeos con la sensación de haber presenciado algo nuevo y fuera de
lo común: un rito secreto cuyo misterio me parecía entonces
impenetrable, y que medio siglo después me provoca una carcajada de
felicidad, recordando.