Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Apenas cruzo el umbral de La Bersagliera, en Nápoles, veo que
algo no marcha como es debido. Hay una ligera variación en cómo están
dispuestas las mesas, y Salvatore, el maître de toda la vida, no aparece
por ninguna parte. Por otro lado, aunque me dan una buena mesa junto al
mar, nadie pregunta si tengo reserva. Y para colmo, alguien le está
cantando O sole mio a una docena de japoneses que comen
tallarines con pulpo. Al poco se confirman mis sospechas tenebrosas: la
pasta está mal cocida, los espaguetis vóngole -aquí eran los mejores del
mundo- no saben a almejas ni a nada, y a los postres una señora rubia y
locuaz viene a contarme que es la nueva dueña del restaurante y que
antes tenía uno en Capri. Y yo, tras escucharla cortésmente, pedir la
cuenta y dejar la propina adecuada, salgo de un restaurante al que vengo
desde que tengo memoria, dispuesto a no volver en mi puta vida.
Juro por una botella de Tignanello que no se trata de comida.
O no siempre. Hay sitios perfectamente infames a los que desde hace
décadas sigo fiel como un perro dóberman. Y es que no sé a ustedes; pero
lo que me ata a un restaurante, a un bar o a un hotel, es la gente que
lo atiende: encargado, camareros, conserjes. Natural, supongo, en
quienes nomadearon toda una vida con mochila al hombro o maleta nunca
deshecha del todo, improvisando hogares donde, como diría el capitán
Alatriste, hubiera un clavo en la pared donde colgar la espada. O, dicho
de otro modo, mesa adecuada para tener abierto un libro sobre el
mantel. Lo agradable de los lugares donde uno recala depende,
especialmente, de las personas que allí trabajan y le dan carácter. Como
el hotel Colón de Sevilla -ahora Meliá Colón-, al que permanezco fiel
pese a la infame decoración que transformó un elegante y clásico lugar
de toreros en algo parecido a un picadero gay perfumado de frambuesa. Y
en lo que a restaurantes se refiere, lo acogedor puede incluir desde la
humilde casa de comidas al más sofisticado restaurante. Desde el Rincón
Murciano, por ejemplo, donde Andrés, el entrañable dueño, termina
sentándose a tu mesa aunque le hagas señas para que se largue porque
intentas trajinarte a Sharon Stone, hasta Miguel, el maître del
restaurante asiático del Palace de Madrid, siempre tan impasible, eficaz
y perfecto que no desentonaría en el Grand Véfour de París: espejo de
maîtres que en el mundo han sido.
Tuve el privilegio de tratar a muchos de ellos en mi vida,
desde que eché a rodar jovencito: dueños, encargados y camareros. De
los buenos, que fueron numerosos, admiré en unos la calidez de trato y
en otros la compostura; como aquel elegantísimo maître que hace dos
décadas aún trabajaba en la plaza del Panteón de Roma, mientras yo solía
sentarme en la terraza de enfrente sólo por verlo actuar. O los
eficientes maître y camarero del Miramar de Torrevieja, con cuya marcha
empezó a morir el restaurante del que eran nervio y decoro. Obviando,
naturalmente, a los estúpidos, cursis, zafios, serviles o incompetentes
que me hicieron descartar sitios, o alejarme de algunos que amé.
En todo caso, soy afortunado:
la relación que ocupa mi memoria es larga y grata. Incluye, entre
otros, al personal del café Gijón, del Schotis y de la taberna del
capitán Alatriste de Madrid, a Enrique Becerra o la gente de Las Teresas
en Sevilla, y en especial a Teo y los siempre impecables muchachos de
Lucio. También, la sólida calidez de quienes atienden el Belinghausen de
México D.F., el Munich de la Recoleta de Buenos Aires o el Acqua Pazza
de Venecia, a pocos pasos del puente de los Asesinos. Todos ellos, como
muchos otros, supieron y saben conciliar el servicio a los clientes con
la dignidad y la eficiencia. Con el orgullo de una vieja y sabia
profesión. Con la amistad y la confianza, cuando se dan, no reñidas con
el respeto y las maneras. Con un punto justo de hoy por ti, mañana por
mí, donde hasta las propinas, el modo de darlas o recibirlas, tienen sus
códigos. Sus reglas no escritas. Y así, algunos de esos hombres y
mujeres figuran por mérito propio entre mis mejores recuerdos. Como la
fría y eficiente elegancia de Gérard, que fue maître del Al Mounia de
Madrid en los años 70. Y Mustafá, jefe de camareros del Holiday Inn
durante el asedio de Sarajevo. Y aquel impávido maître croata del
restaurante Terraza de Osijek, verano del 91, que nos estuvo atendiendo
muy circunspecto a Hermann Tertsch, Márquez, Julio Alonso y otros
reporteros mientras caían cebollazos serbios en las casas cercanas, sin
que le temblara el pulso; y cuando le dijimos: «Tres bombas más y nos
vamos», encogió los hombros dando a entender que, por él, como si
esperábamos a que cayeran veinte. Pero aquella noche sólo esperamos
tres. Las justas. Antes de salir corriendo.