Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace unos días volví a ver la película que rodó Gerardo Herrero
sobre Territorio comanche; que más que novela era un trozo de memoria
personal con la ficción justa para aliñar la cosa. Rodada en escenarios
tan naturales como la guerra misma, la película resiste el paso del
tiempo; con la particularidad de que, al mostrar un Sarajevo agitado por
los últimos coletazos del asedio serbio, contiene un valor documental
extraordinario. Por mucho dinero que se metiese en la producción, sería
imposible reconstruir hoy el sombrío decorado de esa ciudad destruida y
peligrosa. El caso es que he visto de nuevo la película, como digo,
refrescando el recuerdo que de ella conservaba: cierta cómica
incomodidad cuando Imanol Arias, que en la peli hace de mí, o casi, se
muestra demasiado nervioso bajo el fuego -un reportero veterano, le
decíamos sin éxito, siente la guerra con los ojos, no con los oídos-, y
una sonrisa cómplice ante el modo con que Carmelo Gómez interpreta el
papel del cámara de televisión José Luis Márquez; que a mi juicio, y
también al del propio Márquez, es una de las mejores interpretaciones de
su espléndida carrera de actor.
Estos días también he visto un magnífico documental de Roberto Lozano -Los ojos de la guerra,
se titula- sobre los actuales reporteros. Aparte de removerme algunas
nostalgias, el documental plantea una pregunta que me hacen con
frecuencia: si echo de menos mis tiempos de reportero dicharachero de
Barrio Sésamo, y si el periodismo bélico que se hace ahora tiene algo
que ver con el de mi generación, la tribu de enviados especiales que,
criados al socaire de viejos maestros como Vicente Talón, Manu
Leguineche, Enrique Meneses, Tomás Alcoverro o Miguel de la Cuadra,
cubrimos conflictos durante el último tercio del siglo pasado. Y mis
respuestas a esas preguntas siempre se resumen en una: no lo añoro
porque ya no existe, y el periodismo de guerra actual poco tiene que ver
con el de ayer. Entonces te perdías dos meses en África y al regreso tu
reportaje iba en primera página; mientras que ahora, si tardas minuto y
medio en dar una información, ésta se queda vieja porque ya la conoce
todo el mundo. El teléfono móvil, la conexión en directo y el ordenador
portátil acabaron con los viejos reporteros. Los enviados especiales de
la televisión son ahora bustos parlantes de terraza o ventana de hotel,
aunque no sea culpa suya: es imposible salir a la calle a buscar
información cuando debes entrar veinte veces al día en directo, y a tus
jefes interesa más decir «tenemos a alguien allí, o cerca» que lo que
ese alguien cuente; pues la misma información ya circula por la Red
desde hace rato, gracias a anónimos reporteros ocasionales que cuentan
lo que ellos mismos viven. Además, una guerra bien cubierta resulta muy
cara de cubrir, y no están los tiempos para alegrías, ni siquiera en los
medios públicos. Más, cuando entre una matanza en Damasco y una final
del Barça, la peña -que ésa es otra- prefiere ver el fútbol.
Sin embargo, viendo el documental de Roberto Lozano, y
gracias a las incursiones que a veces hago en blogs de reporteros
independientes que andan por esos mundos buscándose la vida a su aire,
compruebo con admiración que el periodismo de guerra no ha desaparecido.
Se vuelve más individual, tal vez. Más humilde, peligroso y vocacional.
Pero allí donde no llegan los grandes medios informativos, siguen
llegando algunos hombres y mujeres, jóvenes por lo general, a quienes el
ansia de aventura, la vocación, el cara o cruz de palmar o hacerte una
reputación si sobrevives, empuja a coger una mochila y jugársela.
Prefiero no estar en la piel de sus padres o de quienes los aman. Su
vida es difícil; y sus ganancias, escasas. Ninguna aseguradora se hará
responsable de su salud o su vida. Y aunque así fuera, pocos podrían
permitírsela. Pero ahí van y ahí siguen, los que aguantan la prueba. El
mundo es aún más peligroso que antes, la televisión e Internet volvieron
peor y más resabiada a la gente que sufre y muere en lugares extremos; y
moverse por donde crujen las costuras del mundo es una osadía suicida.
Por eso el auténtico periodismo de guerra lo hacen hoy esos chicos y
chicas solitarios y valientes, con sus blogs, sus tuiteos, sus mensajes
sobre lo que ven y fotografían en lugares hostiles y remotos. Los
últimos grandes reporteros siguen sin ser los últimos: tomaron su relevo
estos parias del periodismo que con su tesón y coraje, afrontando la
falta de medios, la vida incierta, la desgracia y la muerte propias del
oficio -tales son las reglas y el precio de la aventura-, desmienten el
viejo dicho de que, en toda guerra, la primera que muere es la Verdad.