Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace tiempo que no tecleo en plan abuelito Cebolleta, contando
alguna peripecia histórica. Así que refrescaré una que, en realidad, es
epílogo de otra que ya referí hace tres años -Un gudari de Cartagena-
sobre el combate del pesquero armado republicano Nabarra con el crucero
nacional Canarias durante la Guerra Civil. La acción tuvo lugar cerca
del cabo Machichaco; y como señalé en su momento, es mi episodio
favorito de la historia naval española del siglo XX. Lo que voy a
contarles quizá contribuya a aclarar por qué.
El 5 de marzo de 1937, durante una acción contra un
pequeño convoy republicano, las 13.000 toneladas y las cuatro torres
dobles del Canarias, capaces de disparar proyectiles de 113 kilos, se
enfrentaron a un humilde bacaladero de la Euzkadiko Gudontzidia
-ikurriña en la proa y bandera española con franja morada a popa- armado
con sólo dos cañones de 101.6 milímetros. El combate fue brutal y
sangriento: durante una hora, maniobrando con tenacidad suicida entre
una fuerte marejada, el comandante del Nabarra, Enrique Moreno
Plaza, un murciano al que la Enciclopedia Auñamendi llama «marino vasco
nacido en la Unión» -confirmando, como dice mi amigo el marino y
escritor Luis Jar, que los vascos nacen donde les da la gana-, y los
cuarenta y ocho hombres de la dotación, lograron arrimarse lo bastante
al crucero enemigo para sostener un combate que sus propios adversarios,
en el parte oficial, calificarían de «eficaz y admirable». Y al fin, en
llamas, sin arriar bandera, el pequeño Nabarra se hundió con treinta
hombres a bordo -imposible compararlos con los miserables que hoy se
llaman a sí mismos gudaris-, incluido el comandante. Con ellos murió
también el cocinero, Pedro Elguezábal, que mientras se iban a pique,
animado por una botella de coñac, enseñaba al Canarias un cuchillo desde
la borda gritando: «Venid si tenéis huevos, cabrones».
Ésa es la historia que conté hace tres años, aunque en
folio y medio no me cabía el epílogo. Uno de esos adversarios que
calificaron de eficaz y admirable la hazaña del humilde Nabarra fue el
tercer comandante del Canarias, Manuel Calderón. Y ese marino de la
escuadra nacional demostró, con su comportamiento tras el combate, una
admiración por la valentía del enemigo derrotado, una compasión y una
calidad humana que situaron en el mismo plano de grandeza moral, quizá
por única vez en la sucia historia de nuestra Guerra Civil, a vencedores
y vencidos; sobre todo en lo que se refiere al aspecto naval del
conflicto, donde la saña de unos y otros desbordó la infamia, con
asesinatos masivos de oficiales en la zona republicana y con una
despiadada aplicación de la pena de muerte por parte de los tribunales
franquistas a los marinos, mercantes o de guerra, capturados al bando
enemigo. Ése fue el caso de los diecinueve supervivientes del Nabarra,
que fueron condenados a muerte tras su desembarco y prisión. Y si no se
cumplió la sentencia fue gracias a los esfuerzos del comandante del
Canarias, capitán de navío Moreno, y sobre todo al tesón de su tercero,
el capitán de corbeta Calderón, que removió cielo y tierra para salvar
la vida de los vencidos. Calderón llegó al extremo de pedir una
entrevista con el general Franco, en la que argumentó: «Esos hombres son
unos héroes, y los héroes merecen vivir». Tanto insistió una y otra vez
en alabar el valor de aquellos diecinueve marinos, que para quitárselo
de encima Franco acabó concediendo el indulto y la liberación inmediata
de todos ellos. «Sáquelos de la cárcel -fueron sus palabras exactas-. Y
luego invítelos a comer chipirones. Pero pague usted de su bolsillo».
Hubo algo más que chipirones. Porque Manuel Calderón siguió velando el resto de su vida por los supervivientes del Nabarra.
Buscó trabajo a unos, recomendó a otros y protegió a todos para que no
sufrieran represalias. Al marinero Lahoz le avaló un crédito bancario,
al segundo oficial Olaveaga lo ayudó a obtener el título de capitán de
la marina mercante, y cuando supo que al telegrafista Cahué le negaban
trabajo en Baracaldo por sus antecedentes políticos, se presentó allí de
uniforme, convocó al alcalde y al comandante de la Guardia Civil, y
dijo que al día siguiente quería ver a Cahué trabajando. Fue Manuel
Calderón, en suma, un marino decente y un hombre de honor. Con más gente
como él, la suerte de la infeliz España habría sido entonces, y aún
ahora, más afortunada de lo que fue y de lo que es. La prueba de que los
hombres del Nabarra le profesaron idéntica lealtad y aprecio es que
cuando Calderón, soltero y sin hijos, murió en 1979 en una residencia de
ancianos, sus antiguos enemigos en el combate de cabo Machichaco lo
habían hecho padrino de treinta y dos hijos y nietos.