Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Un cigarrillo en la puerta de Lucio, al salir a la calle. Javier
Marías lo enciende apenas pisa el umbral. En la Cava Baja de Madrid hace
un frío del diablo. Hemos despachado una de nuestras habituales cenas
después de la Academia, algunos jueves: tomate aliñado para dos,
escalope Javier, solomillo poco hecho yo, algo de vino. Siempre en la
mesa de la esquina, a la que de vez en cuando se acerca alguien a decir
buenas noches. Lectores suyos, lectores míos. A menudo -nos sigue
sorprendiendo- gente que nos lee a ambos. Hoy gano yo por dos a uno,
pero otras noches gana él. A veces llevamos la cuenta sonriendo
silenciosos y cómplices. Celebrando que puntúe el otro. Suena poco
español, pero es cierto. Algunas amistades serían imposibles sin maneras
de caballeros. A fin de cuentas, para eso sirven las reglas.
Raras veces hablamos de literatura. La gente cree que los escritores pasan el tiempo citando a Proust o
contándose lo del último libro. Quizá haya gente así, pero no es nuestro
caso. Como mucho, cambiamos algún cromo sobre aspectos técnicos del
mercado, más que del oficio. Tal o cual agente, tal cifra de ventas, tal
traductor o publicación en el extranjero. Muy prosaico, todo. Muy
profesional. La mayor parte del tiempo nos ocupamos de lo que todos: el
paisaje, la gente, la señora que pasa, el último telediario o periódico;
que no siempre es el de la jornada, pues vivimos en nuestro mundo de la
tecla y no siempre vamos al día.
Hoy, sin embargo, es charla inusual, pues acabamos conversando sobre autores y libros. Caminamos despacio en dirección a la Plaza Mayor, y entre dos chupadas
al cigarrillo Javier recuerda que ya somos sexagenarios los dos, y
pregunta si noto el estrago psicológico de la cifra. Respondo que no.
Que me siento igual que con cincuenta y nueve. Bromeamos sobre ello y
acabamos parados frente al mercado de San Miguel -segundo cigarrillo de
Javier- comentando lo singular de compartir un creciente desinterés por
los libros recién publicados -salvo naturales excepciones- y una mayor
inclinación a la relectura de lo que dejamos hace mucho atrás. «Ahora es
otro mundo -comenta Javier-. Otros autores y otros libros». Y yo estoy
de acuerdo. No mejores ni peores, quizás. Simplemente otros. Como
pedirle, tal vez, a Nabokov que leyera con interés a Javier Marías. O,
forzando mucho el ejemplo y la categoría correspondiente, a Stephen
Crane o a B. Traven que echasen un vistazo a lo que teclea un tal
Pérez-Reverte.
Comentamos, con pesadumbre, cómo nos flojean con los años Hemingway y Fitzgerald, por ejemplo, aunque lo de Suave es la noche o el Gran Gatsby seguramente no es culpa del autor, sino de que nuestro tiempo pasa; y
como ocurre con Hemingway, a fuerza de leer y teclear terminas por ver
más los trucos del oficio que la novela misma. Aunque eso no ocurre
siempre. Ahí sigue el Gatopardo de Lampedusa, por ejemplo. Que mejora
cada vez que lo lees. O el siempre enorme y más grande a cada relectura
Joseph Conrad: la obra extraordinaria donde también convergen, desde
lugares casi opuestos, la admiración de Javier y la mía. Las formas tan
diferentes de contar, y contarnos. Con movimientos de las manos,
intentando mostrar la posición del barco, recurro a lo que sé de
maniobras a vela y viradas por avante para comentar la importancia del
sombrero blanco flotando en el agua de El copartícipe secreto. Luego hablamos de que Nostromo ya no parece tan ágil leída por tercera o cuarta vez; y de Victoria, a la que Javier no ha vuelto desde hace mucho y que yo sigo considerando, en lo formal -en el contenido es superior Lord Jim, creo-, la más perfecta y conradiana de las novelas de Conrad.
Nos resistimos a despedirnos. Dos amigos recién sesentones, de pie en la calle, de noche y en mitad
del frío, hablando con honradez de lo que aman y admiran. De aquello
ante lo que atribuirnos las palabras escritor o novelista suena a vanidosa osadía. «¿Sabes algo? -dice de pronto Javier-. Tengo ganas de leer otra vez El conde de Montecristo».
Le comento que lo abordé por quinta o sexta vez hace pocos años. «Es la
obra total -opino-. Lo tiene todo: traición, venganza, lealtad,
compasión, amor, tesoro escondido. Ahora la disfrutamos más que cuando
éramos jóvenes». Javier abre con parsimonia su pitillera y elige un
cigarrillo a la luz del farol cercano. «Y Hammet», añado. La llama del
mechero alumbra su gesto de asentimiento. «Dashiell Hammet es perfecto
-responde-. Tan bueno como cualquiera de los mejores. ¿Te acuerdas?...
El perro movía las patas. El perro dejó de moverse». Sonrío, lector
feliz. Recordando. «Mejor que muchos de los mejores», apunto. Y Javier
asiente de nuevo, noble y humilde. Chupando su cigarrillo.