Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Ambiente ajedrecístico espléndido en la Alhóndiga de Bilbao, donde disfruto como un gorrino suelto en campo de mazorcas.
Nivel intenso y emoción asegurada. Se juega la Final de Maestros -la
primera parte fue en Sao Paulo- en una ciudad que en los últimos años se
ha vuelto en extremo acogedora, cuidada y serena. Llevo aquí tres días
como espectador privilegiado del juego de los más grandes: Anand,
Carlsen, Aronian, Nakamura, Vallejo y mi querido Ivanchuk -el que jugaba
contra un huevo pasado por agua-, se baten silenciosamente tras el
cristal de una vitrina insonorizada; pecera en torno a la que se agolpa
el público, que de ese modo puede presenciar, como si estuviese en pie
junto a la mesa de los jugadores, el desarrollo de las partidas. Y algo
más allá, en largas filas de tableros, aficionados adultos y niños
juegan las suyas, dando entre unos y otros a la antigua lonja de grano
bilbaína un fascinante aspecto de templo del ajedrez; de ese noble y
viejo arte menospreciado por gobiernos y ministros de presunta Educación
y de presunta Cultura, que incluso gente bien dispuesta, limitando
mucho el ámbito del asunto, considera sólo un deporte, o un juego.
Observar
en la Alhóndiga al público y a los jugadores aficionados es tan
interesante como seguir los movimientos de los grandes maestros. Los
niños, en especial, atraen la atención por la seriedad con que
enfrentan al adversario, el aflorar de emociones ante la situación
comprometida, la jugada brillante o equivocada, la victoria o la
derrota. Los hay, sobre todo algunos de los más pequeños, que no pueden
contener las lágrimas al verse víctimas de un jaque mortal o advertir
que acaban de cometer un error que les costará la partida. También sigo
atento el juego de algunas niñas que actúan con letal eficacia; como una
de doce años, cinta en el pelo y uniforme escolar, que cada vez que
mueve una pieza mira penetrante a los ojos de su adversario -un
muchachito regordete de expresión concentrada e inteligente- como
intentando comprobar en ellos el efecto de la jugada, y que acaba
venciendo tras sacrificar dos peones con mucha intrepidez.
Estoy apoyado en una de las columnas,
mirando la sala mientras pienso en mis cosas -parte de la novela que
ahora escribo transcurre en el marco de un torneo internacional de
ajedrez-, cuando uno de los niños cuyas partidas presencié se me acerca.
Es rubio y flaco, de ojos azules, tan fríos que parecen peligrosos.
Tendrá unos diez u once años. Su monitor ha debido de contarle a qué me
dedico, porque se apoya en la columna a mi lado, y muy serio y decidido
dice: «No escribas nada sobre mí, porque acabo de perder dos partidas».
Intento consolarlo indicándole la gran urna de cristal donde juegan los
mejores del mundo. «Lo importante es luchar bien hasta el final
-comento-. También ellos, antes de ser campeones, perdieron muchas
veces». Durante cinco segundos silenciosos, los ojos azules siguen la
dirección de mi mirada. Después el niño se encoge de hombros,
despectivo, y dice: «Ellos no perdieron, como yo, dos partidas contra
Íñigo Biurrun», y se marcha, cabizbajo, tras mirarme como si yo fuera
gilipollas.
Y es que el ajedrez también es eso. Al menos
para un jugador mediocre como el arriba firmante, cuya limitada eficacia
en el tablero queda compensada por el placer de observar y gozar cuanto
ocurre en torno a él. Lo que hay entre partida y partida, o detrás de
cada una de ellas: los grandes maestros, los jugadores y sus mundos
particulares, el público -muchas mujeres aficionadas veo en Bilbao- con
sus personajes pintorescos y sus frikis. Porque tengo esta certeza: si
hay un territorio fronterizo con Frikilandia, donde a veces coinciden de
forma asombrosa la inteligencia extrema y el pintoresquismo más
singular, ése es el mundo ajedrecista. Un ejemplo es el individuo que
toma el relevo del niño que acaba de dejarme solo -sigo recostado en la
columna, mirando a los jugadores-: fulano flaco, treintañero, que se
apoya en una muleta. «¿Conoce el chess boxing?», me pregunta a
bocajarro. Respondo que no tengo el gusto, de momento. Entonces sonríe
con media boca, donde tiene una cicatriz, y me ilustra. Lo inventó un
alemán, cuenta. Uno muy aficionado tanto al boxeo como al ajedrez. Y
consiste en eso mismo: asaltos alternativos de boxeo y ajedrez, uno en
un ring con guantes y otro ante un tablero. Y puede ganarse por jaque
mate, por puntos o por K.O. Lo escucho con el natural interés, y al
acabar la exposición pregunto cuántos jugadores de chess boxing hay en España. Entonces tuerce la cicatriz de la boca, muy serio, como
si la respuesta fuera obvia: «Otro y yo -dice-. O sea, dos».