Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Al principio no lo reconozco. El suyo es un rostro como cualquier
otro. Camina bajo la lluvia fina, con la cabeza descubierta y las manos
en los bolsillos del chaquetón impermeable. Pasa por mi lado y me mira
un instante, tímido y confuso, como si dudara entre saludarme o no,
antes de seguir su camino sin decir nada. Entonces, de golpe, recuerdo.
Me detengo y lo llamo: grito su nombre por encima del ruido de los
automóviles. Se detiene como sorprendido, al oírlo. De que lo recuerde. Y
se vuelve hacia mí. La ropa de paisano le sienta mal; no parece propia
de él. Ha engordado, y el pelo que le queda es gris. Sin embargo, la
sonrisa es la misma. La cicatriz del mentón -estuve presente el día que
se la hizo, o se la hicieron- se embosca entre las arrugas de la cara,
en la piel recién afeitada.
-Niño -dice.
Me hace gracia el viejo apelativo, tanto tiempo después.
Así me llamaban él y sus compañeros: yo tenía entonces veintitrés años.
También lo llamo ahora como entonces.
-Mi capitán -respondo.
Nos estrechamos la mano, entre las luces de los
escaparates y los semáforos que se reflejan en el suelo mojado. Tras las
primeras palabras quedamos en silencio, mirándonos cautos mientras nos
reconocemos los adentros. Resolviendo si es cosa de seguir cada cual su
camino, o de quedarse un rato. Recordar y recordarnos. Nos miramos
indecisos hasta que, de mutuo acuerdo, decidimos recordar. Con asombrosa
naturalidad recobramos antiguos ritos: una palmada en el hombro, más
sonrisas, nombres de personas y de lugares que afloran como un torrente.
Y luego buscamos un bar apropiado. Una tasca del Madrid de los
Austrias, casi vacía. Nos acodamos en la barra, él pide una cerveza y yo
un vermut rojo; y con ellos pasamos revista a los recuerdos mientras
desgranamos un rosario de nombres queridos: el teniente coronel López
Huerta, el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el teniente Rex
Regúlez, el cabo Belali uld Maharabi, el teniente Albaladejo... Casi todos
ellos están muertos hace mucho tiempo. Como decíamos entonces, dejaron
de fumar.
Me habla de mis novelas, que ha leído todas. O eso dice.
Del capitán Alatriste, que como veterano soldado es, naturalmente, su
favorito. Por mi parte hablo de él mismo, de mis recuerdos a su lado. De
su juventud, que durante ocho meses también fue la mía. De otros
países, otras fronteras y otras guerras que vinieron después. De nuevos
compañeros y amigos en los que, sin duda, se habría reconocido. Al fin,
con la tercera cerveza y el tercer vermut, me cuenta de su mujer, de sus
dos hijas. De sus tres nietos. De cómo acabó siendo su trabajo hasta
hace poco: la mesa cubierta de papeles, la jornada con horario
burocrático, el desesperado aburrimiento que en los últimos tiempos
invadió hasta el último rincón de su vida. El piso familiar que reservó
para su jubilación -Melilla, apunta con una luz singular en los ojos,
África a fin de cuentas-. La rutina, los años, la resignación. El
consuelo de los recuerdos. De lo que en otro tiempo fue, o creyó ser.
Hace siglos, comenta con una sonrisa amarga, que en su vida no hay
sorpresas, noches en vela, escaramuzas en el desierto, patrullas nómadas
bajo la Cruz del Sur, chicas como las del cabaret de Pepe el Bolígrafo,
soldados fieles -a los que traicionamos como a perros, apostilla- como
los saharauis de su tropa nativa. Se acabó, amigo. Safi. Una vez fui de
vacaciones, en plan visita, a los campamentos de Tinduf, añade. Y me
pasé el tiempo llorando.
Cuando salimos de nuevo a la calle, las luces verdes de
los taxis pasan por Puerta Cerrada. Miro el reloj. Siento marcharme,
digo. Tengo una cita de trabajo. Asiente, comprensivo. Está claro que no
desea que nos separemos. Soy parte de su memoria, de sus sueños
perdidos y sus nostalgias. Durante tres cervezas ha vuelto a ser el que
era, junto a un testigo de lo que en otro tiempo fue: un joven oficial
que aún creía en patrias y banderas mientras jugaba a los héroes en un
escenario perfecto e irrepetible. Y en cuanto nos separemos, a ojos de
cuantos se crucen con él -pocos llevan la biografía escrita en la cara-,
volverá a ser un transeúnte más: viejo, anónimo, de aire fatigado.
Quizá por eso hay una amarga desolación en su sonrisa cuando estrecha mi
mano y vuelve la espalda, alejándose. Aunque se detiene a los tres
pasos, como si hubiera olvidado algo.
-Allí no había nada -dice de pronto-. Sólo viento y arena, ¿te acuerdas?... Pero era el lugar más hermoso del mundo.