Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un
recuerdo con marca de la casa. En esta España desmemoriada e infeliz
estamos acostumbrados a que la gente se vaya de rositas después del
estropicio. No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de todo menos
guapo. Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos
golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora
de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole
succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras
acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea. Esto de hoy
también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por
lanzada a moro muerto. Si me permite cierta chulería retrospectiva,
señor presidente, lo mío es de mucho antes. Ya le llamé imbécil en esta
misma página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba:
«Más miedo me da un imbécil que un malvado». Pero tampoco hacía falta
ser profeta, oiga. Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con
dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los
malvados. Precisamente por imbécil.
Agradezco muchos de sus esfuerzos. Casi todas las intenciones y algunos
logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio. Pienso en la
ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y
trincona en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar
el papel social de la mujer y su defensa frente a la violencia machista,
la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el
reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil.
Incluso su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor
presidente, merece más elogios de los que dejan oír las protestas de la
derecha radical. El problema es que buena parte del trabajo a realizar,
que por lo delicado habría correspondido a personas de talla intelectual
y solvencia política, lo puso usted, con la ligereza formal que
caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una pandilla de
irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y frívolas tontas
del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás. Eso, cuando
no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes
de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates. Y
así, rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió
usted su Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió
muchas causas nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey
desnudo llegó a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas,
que añadirían sus Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como
usted. Lo que no le recrimino del todo; pues en las últimas elecciones,
con toda España sabiendo lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, usted
fue reelegido presidente. Por la mitad, supongo, de cada diez de los que
hoy hacen cola en las oficinas del paro.
Pero no sólo eso, señor presidente. El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de sobra, aunque
hasta hace poco silbaran mirando a otro lado. Sin el menor respeto por
la verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos. Empecinado en
sus errores, terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a
los sensatos, destrozando un partido imprescindible para España. Y
ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado desmantelado,
indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un par de
legislaturas. Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta y
agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el
convento, retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se
frota las manos.
Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café que, estoy seguro,
sigue sin tener ni puta idea de lo que vale. Usted, señor presidente, ha
convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos,
sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado,
envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la
lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de
ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia
interna y propaganda pública. Ha sido un gobernante patético, de
asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero hasta
el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió también,
como en todo. Ha sido el payaso de Europa y la vergüenza del telediario,
haciéndonos sonrojar cada vez que aparecía junto a Sarkozy, Merkel y
hasta Berlusconi, que ya es el colmo. Con intérprete de por medio,
naturalmente. Ni inglés ha sido capaz de aprender, maldita sea su
estampa, en estos siete años.