Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Decía Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre
honrado debe ponerse a temblar. Más de uno debió de temblar el otro día,
escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán más
compasivos con sus clientes. Es hecho probado que a ningún banquero, de
aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina ajena. Un banquero
es un depredador social con esposa en el Hola, un Danglars que traiciona
a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un Scrooge al que se la traen
floja los espectros de las navidades pasadas, presentes y venideras, un
tío Gilito que hasta con su sobrino el pato Donald -los que leíamos
tebeos lo calamos desde niños-, ignora la piedad. Y ni falta que le
hace.
De economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente gilipollas. Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros
maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta
España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque aquí
nos conocemos todos. Un infeliz país donde la gente puede verse obligada
a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su gestión; pero donde
ningún banco ni banquero, que llevan años equivocándose en la gestión
irresponsable de un dinero que ni siquiera es suyo, pagan el precio de
sus errores. Nunca.
Durante mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual
engorda con unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin
importar la capacidad de devolución de la clientela. A mi hija, por
ejemplo, cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas
ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los hijos
de la gran puta. En vez de centrarse en su trabajo de captar dinero y
prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos que rozaban lo
fraudulento. Lo usual era hipotecar la casa, en un ambiente de euforia
que llevó hasta conceder el precio total de la vivienda, tasada por
encima de su valor real, a veces con una cantidad suplementaria, también
a sugerencia del propio banco. Y esto fue Disneylandia. Alentada,
naturalmente, por la estúpida condición humana; por nuestra criminal
simpleza, capaz de tragarse que alguien vendiera duros a cuatro pesetas,
y que un empleado que ganaba mil quinientos euros al mes pudiera
permitirse -«yo también tengo derecho» fue la frase de moda, como si
tener derecho equivaliese a tener posibilidades- hipotecarse en una casa
de medio millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe.
Al fin, como era de esperar -aunque nadie parecía esperarlo-, todo se
fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no
garantizaban nada. De casas que no valían lo que los tasadores de esos
mismos bancos dijeron que iban a valer. El resto lo conocemos: los
bancos no quisieron asumir las pérdidas. En cuanto al Gobierno, en vez
de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora paga por ello,
lo que hizo fue darles dinero. Pero, en vez de destinar esa viruta a
proteger a sus clientes, lo que hicieron los bancos fue trincarla para
mantener su beneficio. Ni un duro menos, dijeron. Y lo que ocurrió, y
ocurre, es que el Estado mira y consiente. Un Gobierno tan aficionado a
gobernar por decreto como éste podría limitar las comisiones que cobran
los bancos en tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los
sueldos y beneficios de los banqueros. Pero eso, dicen, conculca los
principios del Estado liberal. Obviando, claro, que más liberales son
Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los
banqueros. Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con él.
Por eso se ha metido en los consejos de administración de los bancos y
ahora vigila desde dentro. Si piden mi apoyo, exijo. Y cuidado conmigo.
Pero esto es España, y los políticos evitan meter mano. Lo hicieron con las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no
quedaba más remedio. Es el lobby bancario quien decide y el Estado el
que babea. Nada raro, si consideramos que los principales deudores de
los bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a
esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas
como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen agarrados
por las pelotas, o -seamos paritarios- por el folifofó. Y mientras el
tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros, asumimos nuestras
pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro banco se las endosa a
otros, sin despeinarse. Y tan amigos. Ahora, para más recochineo, están
saliendo a bolsa entre sus mismos depositarios.
A sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron. Haciendo la bola más grande todavía. Y lo que dure, pues oigan. Dura.