Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me gustan los músicos callejeros, dentro de lo razonable. No pocos recuerdos de ciudades y personas están unidos a la melodía que sonaba
en un momento determinado en algún lugar de mi memoria. Algunos de tales
momentos son muy hermosos, como el de una noche en la que paseaba por
detrás del Panteón, en Roma; y allí mismo, en las sombras, sentada en el
peto de piedra de uno de los fosos con restos arqueológicos, encontré a
una joven que ejecutaba con violonchelo una música bellísima y triste.
Otros recuerdos de esa clase son más vulgares o folklóricos, y hay de
todo: simpáticos fulanos, improvisadores oportunistas, caraduras sin la
menor idea de música, orgullosos mariachis, virtuosos melancólicos a los
que nunca te resistes a dejar algo en el platillo, y gente así.
Tampoco faltan pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece. Nunca olvidaré a un grupo de jazz formado por ex bolcheviques o
gente de por allí cerca, que por cierto tocaban bastante bien, pero a
los que maldije durante toda una mañana, pues lo hacían bajo la ventana
de un hotel donde yo intentaba conciliar el sueño tras una noche
agitada. Y en el apartado caraduras, de los que mi registro de músicos
callejeros tampoco anda mal nutrido, el premio Reverte Malegra Verte se
lo lleva un fulano que estando yo sentado entre algunos turistas en una
terraza de la calle Larios de Málaga se arrimó con una guitarra. El pavo
era de aspecto agitanado, muy flaco y chupadillo, con tatuajes; llevaba
un peine en un bolsillo de atrás de los vaqueros y a la guitarra le
faltaban dos cuerdas. Llegó, tomó postura, pegó cuatro sartenazos a la
guitarra, dijo lolailo, ele y arsa, pasó la mano, se pasó el peine y se
fue, tan campante, con lo que los guiris acojonados, y yo a punto de
estamparle un beso en los morros -no lo hice porque me habría
interpretado mal-, le dimos. El hijoputa.
Los músicos que entran en los restaurantes me gustan menos. Por lo general estás pensando en tus cosas mientras masticas, o lees un
libro entre plato y plato, o hablas de trabajo o de asuntos personales
con otra persona; y no siempre agrada que alguien, por muy buen músico
que sea, venga a tocarte la guitarra junto a la oreja, o a cantar Cuando
salí de Cuba a grito pelado. Mi viejo amigo Montaigne, al que sigo
acudiendo -con los años, cada vez más- en busca de consuelo analgésico,
me recuerda a menudo que el griego Alcibíades, hombre entendido en
preparar banquetes, excluía siempre de éstos a los músicos «para que no
turbaran la dulzura de la conversación», y que, por ese mismo motivo,
Platón calificaba de «costumbre propia de plebeyos -gentuza, diríamos
ahora- llamar a instrumentistas y a cantantes a los festines, a falta de
buenos discursos y agradables conversaciones».
Pensé en todo eso hace unos días, mientras despachaba una paella con atún y una botella de Barbadillo en un restaurante de la costa
mediterránea. Había en la mesa contigua una pareja con aspecto de tener
problemas: conversaban en voz baja, la mujer parecía irritada, al borde
de las lágrimas, y él se inclinaba, insistente, apretándole una mano que
de vez en cuando ella apartaba con disgusto. Y en ésas entran por la
puerta dos fulanos con sombreros de paja guajira, uno con una guitarra y
otro con unas maracas, y se ponen a cantarles, exactamente al lado,
Guantanamera. Yo soy un hombre sincero, dicen los tíos. Clang, clang,
clang. De donde crece la palma. Lamentando no tener una cámara oculta
que grabe aquello, observo discreto a la pareja. El hombre intenta
seguir la conversación, pero es evidente que poco a poco pierde el hilo,
y acaba recostándose en el respaldo de la silla. Primero hace como que
no oye a los músicos; al fin se vuelve y dirige al de las maracas una
mirada que lo dejaría en el sitio, sin confesión, si las miradas
mataran. Entonces el de las maracas sonríe, sociable, encantado de que
le presten atención, mientras el de la guitarra se acerca un poco más a
la mujer, que mira al novio, marido o lo que sea como si él tuviera la
culpa hasta de la música, y le asesta, a quince centímetros de la trompa
de Eustaquio, unos acordes virtuosos mientras asegura, con voz melosa y
acento ultramarino, que antes de morirse quiere echar sus versos del
alma.
Y bueno. Qué quieren que les diga. Admito que es necesario ganarse la
vida -más con la que está cayendo y la que va a caer-, y asumo que en
los próximos años tendremos músicos hasta en la sopa. Eso, claro, los
afortunados que puedan ir a un restaurante a pagarse una sopa. Aún así,
comprendan mi reticencia.
No siempre está uno de humor para que le canten Guantanamera. No cenas todas las noches con Cary Grant, o con Marlene Dietrich.