Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace poco pasé unos días como espectador de infantería en el legendario
Magistral de León, un apasionante torneo de ajedrez que lleva
veinticuatro años enrocado en la tierra natal de mi viejo amigo el
capitán Alatriste. Esta vez el duelo era de campanillas: el campeón del
mundo, Vishy Anand, contra uno de mis jugadores favoritos: el letón
nacionalizado español Alexei Shirov, que ha estado dos veces a punto de
alzarse con el título mundial. Y disfruté mucho, como digo. Una cena con
Shirov me dejó en la cabeza, aparte de mucha simpatía por ese oso
grandote y rubio de mirada tierna, algunas ideas útiles para cosas que
ando escribiendo estos días. Pero lo que tal vez me interesó más fue el
torneo de jóvenes talentos, donde una veintena de niños de entre doce y
dieciséis años -el más torpe, capaz de darme mate en diez jugadas, sin
despeinarse- compitieron entre sí con objeto de jugar la última partida,
los finalistas, en la misma mesa y con las mismas piezas que utilizaban
Anand y Shirov.
Lo de los críos y el ajedrez es, por cierto, una asignatura pendiente
en España. Demasiado pendiente, creo. Un deporte que también es
cultura; un juego antiguo como ése, fascinante, fácil de comprender ya
por un niño de cuatro años, sólo es obligatorio en cincuenta colegios
españoles y figura como actividad extraescolar en menos de un millar.
Culpables de esto son los propios ajedrecistas, a menudo enfrascados en
sus propias partidas e incapaces de organizarse para reclamar mayor
presencia del tablero en los lugares adecuados; pero también son
responsables los padres que, por indiferencia o ignorancia, privan a sus
hijos del aprendizaje básico, al menos en su fase elemental, de una
disciplina que consideran menos útil que el fútbol o las manualidades
artísticas. Y sin embargo, pocos juegos son tan atractivos para un niño
como ese lidiar precoz dotado de reglas de cortesía y comportamiento;
ese juego divertido, agresivo y elegante al mismo tiempo, que enseña a
pensar con razón y lógica a cualquiera que lo practique.
En lo que se refiere a nuestra clase política, imaginen. Su sensibilidad
para este asunto equivale a la de un trozo de carne de cerdo poco
hecha. El ministerio de Educación y los responsables del deporte español
consideran el ajedrez
-cuando se les obliga a pensar en él y no tienen más remedio- como la
más fea del baile: algo desconocido e incómodo, difícil de encajar en
planes educativos diseñados por psicopedagogilipollas seguros de que la
igualdad y la excelencia se logran mejor si los niños juegan con muñecas
y las niñas al fútbol que si se enfrentan, miden y conocen, al otro y a
ellos mismos, sobre un tablero de ajedrez. Un ejemplo: aunque hace ya
seis años el Senado aprobó por insólita unanimidad -tendrían prisa por
irse de puente o cobrar dietas- instar al Gobierno a que facilitase la
introducción del ajedrez en los colegios españoles, tanto el central
como los autonómicos de entonces y de ahora se pasaron, y siguen
haciéndolo, tan provechosa recomendación por el forro de sus respectivas
legislaturas.
En fin. Qué quieren que les diga. Quienes de ustedes me leen desde La tabla de Flandes conocen la importancia que el ajedrez tiene en varias de mis novelas,
como en mi concepción del mundo y de las cosas. Soy un mal jugador; pero
crecí entre libros, marinos y ajedrecistas, y mis primeros recuerdos
están unidos a la imagen de mi padre y sus amigos inclinados sobre un
tablero, entre humo de cigarros y pipas. Me acerqué a ese juego desde
muy niño, incluso antes de comprenderlo, intuyendo en él claves útiles
sobre los misterios insondables o estremecedores de la vida. Después,
los cuadros blancos y negros, las piezas en sus escaques, me ayudaron a
entender mejor el mundo por donde eché a andar temprano, mochila al
hombro. Gracias al ajedrez, o a los perfectos símbolos que lo inspiran
-repito que soy jugador mediocre, a menudo torpe-, encajé de modo
razonable el miedo al aguzado alfil, el horror de la torre devastadora,
la soledad del peón aislado en su casilla, los cuadros blancos, negros,
fundidos en grises, de la turbia condición humana. Y mientras estuve
-todos estamos alguna vez, tarde o temprano- en el vientre del caballo
de madera esperando mi turno para degollar troyanos dormidos, y luego,
cuando al regreso con sangre en las uñas la vida me despobló el cielo de
dioses, el ajedrez me dio respuestas, consuelo, sosiego y media docena
de certezas útiles con las que ahora envejezco, leo, navego y escribo
novelas. Otros van a la iglesia, y yo voy al ajedrez. De puntillas, con
humildad y respeto, a ver oficiar los misterios de la vida. Como quien
asiste a misa.