Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Confitería La Ideal, calle Suipacha, Buenos Aires. Anoche estuve calzándome una botella de Luigi Bosca en el Torcuato Tasso, un elegante
lugar que no conocía, en la calle Defensa, escuchando a la gente joven
del grupo Violent Tango, y hoy retorno -cuatro años no es nada- a mis
clásicos entrañables: este viejo local en el corazón de la ciudad, con
su magnífica y centenaria decoración, en cuya planta baja puedes pagar
160 pesos por una copa de vino infame y un espectáculo tanguero, tan
depresivo y cutre que el Príncipe Gitano cantando In the ghetto en La Trompeta a finales de los 70 parecía, a su lado, Frank Sinatra en
las Vegas. El caso es que aguanto un rato razonable en la planta baja de
La Ideal gracias a que una de las tanguistas faldicortas, que es china o
se operó hace poco, le pone arte al frote porteño con su pareja; pero
cuando el cantante, cabeza afeitada y traje de chaqueta gris perla, se
hace el simpático micrófono en mano con la docena de clientes que
ocupamos las mesas en torno a la pista de baile -«¿Cuántos
norteamericanos tenemos aquí? ¿Y cuántos brasileiros?»-, pongo pies en
polvorosa antes de que me incluya en los pormenores, o la china me saque
a bailar Garufa.
Decido refugiarme en el primer piso, donde las cosas son diferentes. Allí funciona una escuela de tango, y los sábados el viejo
salón se cuaja de noctámbulos que bailan tango y milonga de toda la
vida. A la señora de la puerta no la impresiona que yo sea un súbdito de
la madre patria rajándose del cantante calvo, y me saca otros 16 mangos
por subir. A cambio, elijo mesa con buena vista y observo a la peña
mientras disfruto cual roedor en incunable. Fiel a mi memoria, como la
última vez, una variopinta nómina de aficionados cumple el ritual
tanguero: se mueven al compás de la música, observan a los bailarines,
se invitan unos a otros con la familiaridad, formal y al mismo tiempo
natural, de quienes se saben viejos miembros de una grata cofradía. A
los compases de Danzarín o de La última grela, las parejas
salen a la pista, los hombres se paran ante las mesas y aguardan
inmóviles mientras ellas se ponen en pie, pasan una mano por los hombros
del varón y extienden la derecha sobre la mano izquierda de éste; y
tras unos instantes de inmovilidad para que la música circule por sus
venas e imprima el ritmo adecuado, los dos se alejan lentos,
majestuosos, enlazados entre las otras parejas que danzan.
Me gusta imaginarles historias. Clasificarlos por su aspecto y maneras: el maduro elegante, el joven aprendiz, la joven que nunca
niega un baile, el matrimonio que acude cada fin de semana. Algunos
vienen vestidos expresamente para el tango, faldas cortas ellas y medias
oscuras caladas, como la madura de buen tipo que aún tiene rastros de
una cercana belleza, que baila muy junta, apasionada, con el hombre
todavía joven y pintón. O el abuelete de piel amarillenta que acude
trajeado y de corbata con una señora flaca que parece la suya, o tal vez
no, y se mueve muy bacán, con artrítico donaire, dando un paso atrevido
pierna por alto de vez en cuando, y del que piensas: le queda un tango y
seguramente lo está bailando ahora. O la señora embarazada de muchos
meses, con cara de llamarse Margot o Malena. O la abuela pellejuda y
amojamada, con un vestido corto hasta la indecencia: una especie de gran
pañuelo de seda bajo el que asoman dos canillas flacas y largas, y que
por alguna extraña razón me recuerda a mi tía Pura que saliera de la
tumba para marcarse un tango vestida sólo con el liviano sudario.
Todos bailan de maravilla, y envidio el arte. Si yo hubiera tangueado así alguna vez, concluyo, me habría comido a las minas de dos
en dos. Y al que esta noche más envidio es al gordo: ciento veinte
kilos en canal, menos de treinta años, camisa y pantalón negros que
perfilan unas formas paquidérmicas. Parece salido del tango El gordo triste,
de Ferrer y Piazzolla, aunque de triste no tenga nada: su sonrisa es
tranquila, dulcísima, y baila con una señora que por la apariencia debe
de ser su madre; pero luego va sacando una por una a todas las mujeres
del recinto. Ninguna se niega, pues resulta asombroso ver cómo baila.
Con qué sobria elegancia mueve los pies calzados para la coyuntura con
zapatos de dos colores mientras se marca un tango tras otro, sereno,
canchero, seguro de sí. Hasta guapo, parece. Y observándolo pienso que
seguramente fue objeto de rechifla en el colegio, y que algunas chicas
lo mirarán por la calle con burla o indiferencia. Ignorantes, todas, de
que con música de tango este joven gordo y desgarbado se transforma en
el bailarín más elegante de la noche porteña; y que cada sábado, en el
salón de arriba de la Confitería Ideal, consigue sin esfuerzo aparente
lo que yo no lograría en mi vida: abrazar a cualquier mujer, hermosa o
no, y que todas las guapas goteen agua de limón, clup, clup, clup, locas
por bailar con él.