Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Es curioso lo de los remordimientos. El arrastrar la culpa con el tormento del recuerdo. Y es muy poca la gente que conozco que los tenga
de verdad. Sin embargo, todo el que vive y camina deja muertos a la
espalda. Cadáveres en la cuneta. Todo ser humano causa daños colaterales
a otros, deliberada o accidentalmente. Por azar, por inexperiencia, por
las simples y terribles reglas de la vida. Carga con fantasmas de los
que tal vez ni siquiera es consciente, pero a los que el tiempo y la
lucidez permiten identificar, tarde o temprano. O suponer.
Sin embargo, el ser humano también es un superviviente natural. Necesita vivir tranquilo, olvidar, no volver la vista hacia ciertas
zonas oscuras de sí mismo. Acolchar en la memoria los malos ratos, los
sufrimientos, el horror. Sólo así se explica, supongo, que quienes
sufren pérdidas familiares terribles se adapten, a veces, a la vida
normal. Que las víctimas procuren olvidar, o lo intenten. Que incluso
perdonen a sus verdugos, o sean capaces de convivir con ellos sin
recurrir al viejo expediente del ojo por ojo. Al inmenso alivio de la
venganza.
Le di unas cuantas vueltas a este asunto hace unos días, cuando se juntaron varias cosas. Una fue la detención del cerdo carnicero al
que en otro tiempo, en los Balcanes, conocí como general Mladic. Los
canallas de ese calibre no tienen remordimientos, por supuesto; pero uno
habría esperado que sus cómplices por defecto, toda aquella diplomacia
europea y de Naciones Unidas, con nombres y apellidos -tengo uno,
español, en la punta de la lengua-, que durante tres cochinos años le
estuvo dando palmaditas en la espalda y besos en la boca a Mladic y a
sus jefes de la Gran Serbia con pretexto de apaciguarlos, mostrase a
estas alturas alguna contrición por el infame papel que hicieron en
aquello. Por las innumerables fosas comunes con que tres años de infame
pasividad, cobardía e impotencia alfombraron la antigua Yugoslavia. Pero
resulta que no. Que ahora esos perfectos mierdas se congratulan de que
al fin se haga justicia. La que ellos no tuvieron las agallas de hacer,
cuando podían.
Otro asunto que me hizo pensar en remordimientos, o en la ausencia de ellos, fue el vigésimo aniversario de la matanza terrorista
en la casa cuartel de la Guardia Civil, en la localidad catalana de
Vic. Y no hablo de los siempre heroicos gudaris de ETA, analfabetos
hasta para deletrear la palabra, sino de la gente respetable, o que se
dice tal. A fin de recordar a las diez víctimas, simbolizadas en aquella
foto del guardia civil ensangrentado llevando en brazos a una niña a la
que le faltaba un pie, allí se congregaron hace pocas semanas cuatro
gatos: representantes de los cuerpos policiales, y punto; con clamorosa
ausencia del consejero de Interior y del presidente de la Generalidad.
La población de Vic tampoco estuvo presente ni se esperaba que
estuviera, porque un asunto de guardias civiles, obviamente, no iba con
la honrada y laboriosa Cataluña. Ya lo habían dejado claro los vecinos a
los dos años justos del atentado -que en su momento acogieron con
lógico desagrado, pero también con indiferente silencio-, cuando, esa
vez sí, salieron a la calle para protestar porque la nueva casa cuartel
iba a construirse cerca de una escuela. Al mismo tiempo que un imbécil
apellidado Carod Rovira, que ni sé a qué se dedica ahora ni me importa
un carajo, pero que durante algún tiempo salió mucho en la tele gracias a
unos cuantos miles de honrados y laboriosos ciudadanos catalanes con
derecho a voto -incluidos, supongo, varios de Vic-, escribía a ETA una
carta memorable y por supuesto ya olvidada: «Cuando queráis atentar contra España, situaos previamente en el mapa».
Tienen suerte todos ésos. Los que así funcionan. Quienes lo mismo
bostezan sobre una fosa bosnia que sobre los escombros de una casa
cuartel donde fueron asesinadas diez personas. Otros no tienen tanta
suerte, pues sobrevivir no siempre es confortable. Asombraría conocer la
cantidad de espectros que arrastran algunos: cadáveres propios y
ajenos, remordimientos por aquéllos a quienes mataron o ayudaron a
matar, real o figuradamente. Por cientos de causas. Vivían pendientes de
la hora del telediario o el cierre del periódico, miraban en otra
dirección, estaban absortos caminando, viviendo, durmiendo. Ya lo dije:
sobreviviendo. Algunos, los más afortunados, escriben novelas con eso.
O quizá artículos como éste. Otros con menos recursos o menos suerte se limitan a estar con los ojos abiertos de noche, dando vueltas
por habitaciones a oscuras. Pagando el sucio peaje de la vida. Pero
esto, naturalmente, es lo raro. El insomnio. Basta un vistazo alrededor
para confirmar que, en materia de remordimientos, la mayor parte de
nosotros duerme a pierna suelta. Son pocos los que juegan al ajedrez con
sus fantasmas.