Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
La semana pasada mencioné las viejas máquinas de escribir. Dije
que conservaba dos en casa, aunque en realidad son tres. La tercera es
una antigua Underwood con la que no escribí nunca, aunque se encuentra
en perfecto estado; y las otras, dos recias y fieles Olivetti: la Línea
98 y la portátil Lettera 32. A éstas les tengo especial afecto por
razones distintas. Con una escribí, tachando con las letras x y w y corrigiendo a mano cada folio, mis tres primeras novelas. La otra
conserva su funda original, en la que hay dos viejas pegatinas: una con
el nombre del diario Pueblo y otra con la frase I love Beirut,
confesión pintoresca si consideramos que la pegué allí durante la
batalla de los hoteles de 1976. Y esa abollada carcasa, que protegió la
máquina en viajes y sobresaltos diversos, tiene en la parte interior,
escrita a bolígrafo, una frase que resume los veintiún años que anduve
como reportero dicharachero de Barrio Sésamo: Todos los días puede conmemorarse el aniversario de alguna barbaridad.
Acabo de enterarme de que la empresa Godrej & Boyce, de Bombay,
última fabricante de máquinas de escribir, ha cerrado porque hasta los
parias de la tierra teclean ya con ordenata. Lo siento por mi hermano de
tinta Javier Marías, único escritor entre los que conozco que permanece
fiel a su vieja Olivetti, Olympia o la que sea -no recuerdo la marca ni
puedo telefonear para preguntarle por ella, porque el rey de Redonda es
poco madrugador y a estas horas está frito-. El caso, como digo, es que
el tañido funeral de esa campana deja a Javier en desamparo técnico
ante su vicio solitario. Si antes le costaba encontrar quién reparase el
viejo cacharro o conseguir recambios de cinta, a partir de ahora le
resultará imposible, o casi. De manera que esta página me sirve para
acompañarlo en el sentimiento.
También sirve para recordar, con un punto de melancolía, rostros y situaciones unidos al tableteo de las máquinas de escribir.
Redacciones de diarios de cuando un periodista todavía se ciscaba en lo
políticamente correcto, los redactores jefes no eran robots mingafrías
sino interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor,
tahúr cínico y madame de burdel; y los periodistas, desde el curtido
veterano al osado cachorrillo que heredaba su olfato y maneras, éramos
una banda de piratas descreídos, puteros, burlangas, rápidos de ojo y de
tecla: desalmados capaces de prostituir a nuestras hermanas o novias
con tal de firmar en primera página, siempre a caballo entre el mundo de
afuera y aquellas fascinantes redacciones llenas de humo de tabaco, con
tazas de café manchando las mesas y botellas de whisky en los cajones,
junto al repiqueteo constante de los télex y el tacatatatactac de
docenas de dedos febriles golpeando recias máquinas de escribir; duros
artefactos sonoros en los que se tecleaba con furia, pasión, rencor,
ilusión, ansia de revancha, de aventura, fama, gloria o dinero, en
redacciones frecuentadas por los mejores periodistas del mundo:
fascinantes escuelas de oficio y de vida donde, cuando repicaba un
teléfono a las dos de la madrugada, en plena timba donde algunos se
jugaban la nómina cobrada esa misma tarde, cuando ya sólo se oía el
tecleo de la máquina de escribir del crítico teatral -Alfredo Marquerie
era el nuestro- que acababa de llegar del café Gijón tras cubrir un
estreno, asomaba la cabeza por la puerta de su mampara un redactor jefe
para decir: «No cojáis el teléfono, cabrones, que puede ser una
noticia».
Todo acaba, o cambia. Es natural. El sonido suave y monótono de las teclas de ordenador simboliza lo que es ahora el mundo de
escritores y periodistas. Más cómodo, sin duda. Escribes, corriges,
imprimes. Ganas tiempo y eficacia. Pero oigan: fui furcia antes que
monja, y les aseguro que ningún teclado moderno transmitirá nunca la
sensación perfecta del ruido de una máquina de escribir en sintonía con
tu estado de ánimo, las ideas fluyendo violentas de la cabeza a los
dedos, la pasión de contar una historia, real o imaginada, en el
tableteo casi musical de un artefacto que vibraba con mecánica perfecta,
lo mismo en redacciones ruidosas que en solitarias habitaciones de
hotel, en el resguardo de una trinchera o una casa en ruinas, bajo el
neón de un techo o a la luz de una linterna. Con aquellos timbrazos del
carro al acabar cada línea y el sonido de los tipos metálicos al golpear
cinta y papel, formando palabras, frases, historias del mundo que en
otro tiempo pateamos y conocimos, escritas en treinta líneas y sesenta y
cuatro espacios el folio.