Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Pues eso. Que son las once y media de la mañana y voy dando un paseo por el centro de Madrid. Acabo de calzarme un vermut con pincho de
tortilla en la barra del Schotis, en la Cava Baja, justo enfrente de la
Taberna del Capitán Alatriste, y ahora camino despacio, mirando
librerías y escaparates, aprovechando que hoy me tocaba bajar a Madrid
porque tengo Academia, y no me pego las habituales ocho horas de
madrugar y darle a la tecla que me calzo cada día. Porque, según para
qué cosas, no hay más irritante esclavitud laboral que ser tu propio
jefe. Contigo mismo resulta imposible escaquearse. O casi.
El caso es que voy dando una vuelta tranquila por el viejo Madrid, que en mañanas soleadas como ésta suele estar para comérselo, mientras
pienso que hay capitales europeas más limpias -cualquiera de ellas, me
temo-, más elegantes, monumentales y cultas; pero muy pocas, o ninguna,
tienen el hormigueo de vida natural que bulle en ésta, el carácter
peculiar que imprimen los miles de bares, terrazas y restaurantes, la
animación de sus calles, el mestizaje magnífico de razas y acentos
diversos. Hasta los turistas, que en otras ciudades europeas son núcleos
humanos móviles que no se integran en el paisaje urbano, en Madrid se
imbrican en el gentío general con toda naturalidad, formando parte de
él; como si aquí se borrasen recelos y líneas divisorias y en las calles
de esta ciudad se volviesen, por el hecho de pisarlas, tan madrileños
como el que más. En esta especie de legión extranjera cuya identidad se
basa, precisamente, en la ausencia de identidad; o tal vez en la suma
indiscriminada, bastarda y fascinante, de infinitas identidades.
Voy pensando en eso, como digo, esperando que sea la hora del segundo vermut, esta vez con patatas a lo pobre como tapa, en el bar
Andaluz de la Plaza Mayor, cuando, al pasar ante una tienda donde está
el dueño en la puerta -nos saludamos desde hace años-, éste señala hacia
dos coches negros detenidos enfrente, en torno a los que hay siete u
ocho pavos con traje oscuro y pinganillo en la oreja. «Tiene narices -me
espeta-. Llevo aquí desde las nueve de la mañana, como cada día, en
esta tienda que no he cerrado todavía porque hay ocho familias que desde
hace treinta años dependen de que siga abierta, y ahí los tiene usted.
Las once y media, y esperando a que baje la ministra.»
Me paro a mirar, sorprendido. Nunca había coincidido con esos dos
coches en esta calle. No sabía, comento, que viviese ahí una ilustre
rectora de nuestras vidas y costumbres. Pero el dueño de la tienda me
informa de que sí, desde hace tiempo. Antes ya de ser ministra o de lo
que sea ahora. «Y oiga -añade con amargura-. Cada día la veo salir de su
casa desde mi tienda, y raro es cuando lo hace antes de las diez o las
once de la mañana. Pero lo mejor es el tinglado que se monta cada vez:
los dos coches oficiales, los chóferes, los escoltas y todo el barullo.
Hay que joderse, ¿no? Cualquiera diría que están esperando a Barack
Obama.»
Buscando aliviarle la pesadumbre, respondo que es lógico. Que un ministro arrastra su inevitable parafernalia, y que vea el lado
positivo: lo ejemplar de que la pava, pese al cargo oficial, los coches y
los guardaespaldas con pinganillo, siga viviendo en un barrio céntrico y
castizo como éste. Sin renunciar, añado con retranca, a sus esencias
naturales. Pero el tendero se chotea. «¿Naturales? -responde-. ¿Se
imagina usted a una ministra yendo a las rebajas del Corte Inglés?...
Además, no diga que no es para encabronarse. Todos con el agua al
cuello, sobreviviendo como podemos mientras se cierra una tienda tras
otra, y esa señora moviliza dos coches oficiales y a seis tíos cada
mañana para ir al curro, como hoy, pasadas las once y media. Eche
cuentas: multiplíquelo por el número de ministros y sume los altos
cargos que quiera. El circo y el derroche que cada día nos restriegan
por las narices.»
«Igual éstos que los que vendrán luego -pronostico lúgubre, para darle
ánimos-. Y con las mismas ganas de coche.» Luego me despido y sigo unos
metros calle abajo, hasta una librería que está muy cerca. Y mientras
compruebo cómo disminuye cada día la pila de ejemplares de Los enamoramientos de
Javier Marías en la mesa de novedades, comento lo de la vecina
ministra. No sabía, le comento al librero, que ese notable ornato de la
política nacional vivía por aquí. Y el librero, al que también conozco
hace años, encoge los hombros y responde: «Eso dicen, pero no la he
visto nunca. No ha puesto los pies en la librería en la puta vida».