Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace tiempo que no cuento una de esas historias de navegaciones y
batallitas que me gusta recordar de vez en cuando. También llevo años
sin mentarle la madre a la pérfida Albión; que, como saben los veteranos
de esta página, siempre fue mi enemiga histórica favorita. Si como
lector disfruto con los libros que cuentan episodios navales o
terrestres, disfruto mucho más cuando quienes palman son ingleses. Como
español -cada cual nace donde puede, no donde quiere- estoy harto de que
todos los historiadores y novelistas británicos, barriendo para casa,
describan a los marinos y soldados de aquí como chusma incompetente y
cobarde que olía a ajo. Por eso, cuando tengo ocasión de recordar algún
lance donde a los súbditos de Su Graciosa les rompieran los cuernos,
disfruto como gorrino en bancal de zanahorias. A otros les gusta el
fútbol.
Esta semana, lo de La Albuera me lo pone fácil. El lunes 16 de mayo
se cumple el bicentenario exacto de cuando, en plena guerra de la
Independencia, 34.000 españoles, ingleses y portugueses se batieron allí
durante cinco horas con 23.000 franceses que iban a socorrer Badajoz,
rechazándolos. Dos brigadas británicas fueron casi aniquiladas; las
tropas españolas, registrando incluso las cartucheras de los muertos,
mantuvieron la línea frente a los asaltos franceses, y en el campo quedó
muerto o herido uno de cada cinco combatientes. La Albuera fue una de
las más sangrientas batallas de la guerra de España. Y por supuesto,
desde los historiadores ingleses de la época -Napier, Londonderry, Oman-
hasta los de ahora, todos coinciden en atribuir a sus tropas el peso de
la batalla, dejando a los españoles, como también ocurrió con la
batalla de Chiclana, en un modesto y aseadito segundo término. Esos
pobres chicos spaniards, ya saben. Simples colaboradores y tal.
Sin embargo, la realidad fue otra. Cartas y relatos de testigos, ingleses incluidos, permiten hoy establecer lo que realmente ocurrió en
La Albuera. Y fue que, correspondiendo el flanco derecho a las tropas
españolas, situadas sobre una colina y en un frente de sólo 600 metros
de anchura, hacia allí se dirigió el principal ataque francés.
Manteniendo sus posiciones bajo un fuego horroroso -los reclutas del 4º
batallón de Guardias cayeron en el mismo lugar donde se encontraban, sin
romper la formación-, los españoles rechazaron dos ataques gabachos. Al
hallarse ya sin munición cuando se iniciaba el tercero, la brigada
británica Colborne hizo un paso de línea para situarse delante y
soportar el tercer asalto. Pero, en vez de quedarse en la colina, los
ingleses, deseosos de demostrar que para chulitos ellos -y realmente
siempre combatieron muy bien en la guerra de España-, avanzaron hacia
las tropas enemigas sin advertir que había caballería imperial apostada
cerca. La brigada inglesa fue destrozada, además de otra que andaba por
allí. Asumir un error táctico de ese calibre, dos brigadas de Su
Majestad pasadas por la cuchilla de picar carne, era duro de tragar para
Wellington. Y cuando leyó el parte donde el general Beresford contaba
lo ocurrido, exigió otro donde se omitiera la desastrosa maniobra, así
como el hecho de que los españoles resistieron a solas los dos primeros
asaltos. Quería algo que sonase más a tenaz y heroica resistencia
inglesa. Y esa segunda versión, adecuada al orgullo nacional británico,
fue la publicada por la prensa y adoptada oficialmente en los libros de
Historia.
Uno de los más minuciosos historiadores militares españoles actuales, José Manuel Guerrero Acosta, se ha tomado en los últimos años
el trabajo de desempolvar todos esos partes de guerra, probando cuanto
acabo de contar. Con mucha irritación, por cierto, de colegas ingleses
como el ilustre Charles Esdaile; que durante un congreso reciente en
Varsovia se levantó, airado, para decir que esa revisión de lo ocurrido
en La Albuera «ofende la memoria de las tropas británicas que lucharon
en España». Curiosa afirmación, por cierto, de un historiador al que no
parecen ofenderle la memoria los centenares de mujeres españolas
violadas cuando las tropas británicas entraron en Badajoz, Ciudad
Rodrigo y San Sebastián, ni sus compatriotas historiadores y novelistas
que llevan doscientos años asegurando que, en la guerra peninsular, las
tropas de Napoleón fueron derrotadas sólo por Wellington; a veces, eso
sí, con la colaboración -a regañadientes, por supuesto- de la miserable
chusma española que, en las siempre gloriosas y heroicas batallas
inglesas, se limitaba a llevarle el botijo.