Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Lo veo entrar en uno de los comedores del hotel de Montecarlo donde asisto al legendario torneo Amber Chess, que por una elevada suma
de dinero enfrenta a los doce mejores jugadores de ajedrez del mundo. Es
un individuo de aspecto tosco, desgarbado de maneras, vestido con
chándal azul, que camina entre las jarras de zumo de naranja, las pilas
de croissants, la fruta y las bandejas calientes con huevos, salchichas y
tocino. Viene despeinado, sin afeitar, y lo observo con asombro porque
tardo en reconocerlo. Se mueve con mucha torpeza, como si no terminase
de despertar del todo, o como si, recién dejada la cama, sus miembros no
acabaran de habituarse a los movimientos usuales. Hasta su forma de
apoyar los pies en el suelo es peculiar: arrastra las zapatillas de
deporte volviendo los pies hacia adentro, igual que quienes tienen algún
defecto físico que les impide andar con soltura. A eso hay que añadir
la expresión absorta del rostro: sus ojos azules bajo las cejas espesas
parecen perdidos en la nada, vacíos de contenido, dándole un aire de
extrema estupidez. Y todo ello, el aspecto rústico y vulgar, la
expresión, la manera fatigada de moverse, lo hacen parecer fuera de
lugar en el comedor del lujoso hotel monegasco; cual si un campesino de
maneras burdas y chata inteligencia acabara de colarse, de manera
inexplicable, entre los árabes vestidos de Hugo Boss y las rubias de
acento eslavo, falda corta y piernas largas, que acompañan a hombres de
negocios con camisa de seda, teléfono móvil y macizo Rolex de oro en la
muñeca.
Lo sigo con la vista, interesado, mientras coge un huevo pasado por agua. Con éste en la mano, dudando como si no supiera exactamente
qué hacer, acaba por dirigirse a una mesa donde aguarda una mujer joven y
corpulenta que parece su esposa. Sentándose al lado, el hombre de la
expresión estúpida emplea un tiempo increíblemente largo en estudiar el
huevo como si pretendiera averiguar por dónde entrarle. Al fin, torpe y
lento, lo golpea un poco en el borde de la mesa y le quita la cáscara a
la mitad superior antes de llevárselo directamente a la boca y comerlo
despacio, con la mirada perdida de antes. Cuando acaba, deja la cáscara
vacía sobre la mesa y se la queda mirando largo rato, absorto, con la
misma expresión de estupidez absoluta. De gañán fuera de lugar y de
momento. Y apenas se mueve cuando la mujer, con el ademán solícito que
tendría si atendiese a un impedido, se inclina hacia él y, con una
servilleta, le limpia restos de yema de huevo que han quedado en los
pelos del mentón sin afeitar.
Seis horas más tarde, sentado en una sala en la que reina un silencio absoluto, reverencial, me encuentro de nuevo a tres metros de
ese mismo hombre. Ahora lo veo afeitado, bien peinado y limpio, vestido
con un traje oscuro. Está de codos ante un tablero de ajedrez y ya no
parece un campesino desaliñado y estúpido. Se llama Vasili Ivanchuk, es
ucraniano, y también es el quinto mejor jugador del mundo en el ranking
actual de grandes maestros. Hace dos días lo vi en esta misma sala jugar
contra el noruego Magnus Carlsen, ayer lo vi enfrentado a Viswanathan
Anand, actual número uno mundial, en una partida memorable, y hace cinco
minutos, jugando con blancas contra el búlgaro Veselin Topalov, lo he
visto sacrificar deliberadamente una torre, en el curso de un ataque
audaz por el flanco de dama, preciso como un golpe de bisturí, que ha
transformado la partida en un espectáculo de belleza perfecta. Y
mientras sigo asombrado la progresión de su juego impecable, compruebo
que la expresión absorta de los ojos azules de Vasili Ivanchuk es
idéntica a la de esta mañana en el desayuno, mientras le quitaba
laboriosamente la cáscara al huevo: alienada y vacía. Y así, mientras
concluyo que nunca es posible estar seguro de lo que oculta la mirada
estúpida, inteligente, bondadosa o malvada de un ser humano, recuerdo lo
que el hombre al que tengo delante le dijo a mi amigo el periodista y
gran maestro de ajedrez Leontxo García, cuando éste le preguntó, hace
tiempo, si para él era concebible levantarse una mañana sin tener una
partida que jugar. El ucraniano estuvo pensativo quince segundos, igual
que si calculase un movimiento, y al fin respondió con un escueto «no».
Inmóvil en mi silla, entre el reducido público, sonrío sin apartar los ojos de Ivanchuk, que sigue inclinado sobre su tablero. Ahora sé
que es perfectamente posible, a las ocho y media de la mañana, jugar una
partida de ajedrez contra un huevo pasado por agua.