Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
La tarde en la que acabó el mundo se besaron en la ventana, enlazados el uno con el otro. La luz declinaba afuera, apagándose poco a
poco: todavía era rojiza y dorada en la distancia, tras los edificios
que se recortaban en ella, mientras las primeras sombras oscurecían los
ángulos de calles y edificios. Abajo no había pánico, ni carreras, ni
gritos de desesperación. Una multitud serena caminaba despacio por la
ciudad: parejas abrazadas, niños que iban de la mano de sus padres,
ancianos parados un momento en las aceras, que miraban alrededor como
quien busca identificar un rostro o un recuerdo. En los semáforos
destellaban intermitentes las luces color ámbar, los coches se dejaban
en la calle con las puertas abiertas, y algunos de sus propietarios ni
siquiera apagaban el motor antes de alejarse lentamente, sin mirar
atrás.
Las últimas tiendas se vaciaban, aunque nadie encendía los rótulos luminosos ni los escaparates. No había saqueos, ni disturbios;
los policías caminaban en calma, despojándose indiferentes de sus armas y
sus insignias. Los bomberos no tenían nada que hacer: estaban sentados
en las escaleras de sus parques y en la puerta de los garajes, ociosos
junto a sus camiones cromados y rojos, sonriendo a quienes los saludaban
despidiéndose. Por toda la ciudad la gente se decía adiós igual que si
fuera Navidad, estrechándose amable la mano o besándose en la cara. Casi
todos sonreían serenos y melancólicos, como después de una cena o una
fiesta agradable. En las aceras, inmóviles pese a no llevar correa ni
estar atados, algunos perros aguardaban pacientes a sus amos, lamiendo
las manos de los niños que, al pasar por su lado, los acariciaban.
El edificio estaba sin gente, desiertas las escaleras y vacíos los pisos. No había otro sonido que una música antigua, como de viejo
gramófono, que sonaba en algún lugar cercano y llegaba a través de la
ventana. En la habitación, el televisor estaba apagado. La luz
decreciente oscurecía los lomos de los libros en sus estantes hasta
hacer ilegibles las letras doradas de los títulos, y apagaba el rojo
intenso del vino en las grandes copas de cristal que estaban sobre la
mesa. Había un cuadro en la pared: un lienzo antiguo hecho de
claroscuros, del que ya no podía verse otra cosa que trazos de sombras.
Todo se oscurecía lentamente, y él propuso encender una luz; pero ella
movió con infinita dulzura la cabeza y le puso dos dedos en los labios,
como para rogarle que no pronunciase más palabras. De manera que
permanecieron callados junto a la ventana, el uno junto al otro,
haciéndose compañía en la última claridad del último día.
Se estaba bien allí, pensaron. Aguardando inmóviles y tranquilos mientras veían desvanecerse mansamente todo. Jamás, hasta esa tarde,
imaginaron que pudiera ser así, en aquella inusitada paz desprovista de
miedo o remordimientos. Alzaron la vista al mismo tiempo para mirar
arriba, sobre la ciudad. En el cielo sin nubes ni viento, cuyo color
cambiaba del rojizo nacarado a un azul cada vez más oscuro, más allá de
la línea de edificios y tejados que se recortaba en el horizonte de la
ciudad, se deshacía la estela de condensación del último avión que había
cruzado el cielo del mundo. Cuando bajaron de nuevo los ojos, la calle
estaba casi vacía. Entre la última gente que se decía adiós en las
aceras vieron rostros que se parecían a los de seres queridos muertos
mucho tiempo atrás. Y cuando la luz decreció más y la ciudad empezó a
velarse definitivamente de sombras, todavía les fue posible distinguir
al extremo de la calle, a lo lejos, la rueda del kiosco de feria que
seguía dando vueltas silenciosas en el parque vacío, con un niño
solitario subido a uno de los caballitos.
Él abrió la boca para decir una última palabra que lo resumiese todo, pero ella volvió a ponerle los dedos sobre los labios. Luego,
estrechándose contra él, lo besó por última vez. Después se apartó un
poco y volvió a mirar la calle casi desierta, los últimos transeúntes
alejándose despacio por las aceras. Sonaba todavía, a través de la
ventana, la música apagada del viejo gramófono. A lo lejos, en el
parque, los caballitos de feria seguían dando vueltas en la penumbra,
aunque el niño había desaparecido. Eso fue lo único que hizo que él
sintiera, por un instante, un estremecimiento de melancolía, o de
incertidumbre. Ella pareció advertirlo y se enlazó de nuevo a su
cintura. Entonces él movió la cabeza, resignado, mientras sonreía a las
sombras que ya lo anegaban todo. Luego le pasó a ella un brazo por los
hombros, estrechándola contra sí. Y de ese modo, abrazados, muy quietos y
serenos, vieron extinguirse la última luz.