Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Si algo desvirtúa y ahueca las palabras, vaciándolas de significado, es la estupidez de quienes abusan de ellas. Me refiero a
ésos que entran a saco en el diccionario -que encima no consultan jamás-
y, con la ausencia de complejos del analfabeto o el capullo en flor,
machacan un término al que convierten en perejil de todas las salsas,
retorciendo su sentido original hasta que no puede reconocerlo ni la
madre que lo parió. Y al cabo, cuando la gente seria necesita esa
palabra para usarla en su sentido exacto, se encuentra con que la
infeliz comparece tan ajada y maltrecha que no sirve para nada. Los que
cada día trabajamos dándole a la tecla, eso lo notamos mucho. Como
también lo aprecia cualquiera que tenga sentido común y se fije. Puesto
en verso, es lo que le ocurre al pobre Luis Mejías con doña Ana de
Pantoja, en el Tenorio, cuando dice aquello de: «Don Juan, yo la amaba, sí. / Mas con lo que hais osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí».
Un ejemplo, entre muchos, es la palabra fascista; que, de aludir al movimiento nacionalista surgido en Italia después de la Primera Guerra
Mundial, con su encarnación hispana en el falangismo y otras tendencias
hermanas, pasó a definir durante la Guerra Civil, en boca de la
izquierda radical, al bando nacional e incluso a los republicanos
moderados. Heredada por el franquismo, la palabra fue patrimonio de la
ultraderecha durante la Transición, antes de verse felizmente olvidada
durante veinte años. Pero en los últimos tiempos ha vuelto a ponerse de
moda. La necesidad, a falta de coherencia ideológica propia, de poner
etiquetas al adversario, hace que ahora se aplique a cualquier persona o
situación que se aparte, no ya de una posición de izquierda, sino de lo
social y políticamente correcto, e incluso de la más fresca tontería de
moda. Así, alguien que se peine con fijador o vista con corrección
puede ser calificado de fascista, igual que el aficionado a los toros,
quien enciende un cigarrillo o el que ejerce violencia doméstica. Todo
se presenta en el mismo paquete, el de fascistas o fachas, como si fuera
improbable que alguien de izquierdas se peine con raya, fume, le guste
ir a los toros o le pegue a una mujer. Por supuesto, quien más jugo saca
al término es la clase política: ni los del Pepé de Murcia se cortaron
llamando fascistas -en vez de animales miserables y cobardes, que es lo
adecuado- a quienes apalearon hace unos días a su consejero de Cultura,
ni un consejero de la junta andaluza llamado Pizarro se privó de llamar
fascistas a los funcionarios, algunos afiliados a su mismo partido, o
votantes de él, que boicotean los actos del Pesoe.
La cosa no se limita a España, claro. Con los tiempos que corren y los que van a correr, la tontería es internacional. Pensaba en eso
leyendo las manifestaciones de unas ecologistas inglesas que aseguraban «sentirse violadas» porque el compañero de lucha con el que se dieron muchos, repetidos y
voluntarios homenajes carnales, resultó ser un policía infiltrado. Y
claro. La diferencia entre irse a la cama con un ecologista o con un
policía es que el txakurra te viola. Tú puede que no te percates; pero
él, en su fuero interno, sabe que te viola. El fascista. Frente a eso,
ya me dirán ustedes qué palabra reservamos al violador de verdad; al que
fuerza sexualmente a una mujer -o a un hombre, que siempre olvidamos
ese detalle- abusando de su vigor físico, de la amenaza, del estatus
económico o social. Al auténtico hijo de puta de toda la vida. Pues, si
de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos
gilipollas y ciertas gilipollos. Pregúntenle a Márquez y a los colegas
con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad, y a lo
mejor los pillan relajados y se lo cuentan. Mujeres entre los escombros
de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de
serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de
la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas. O
aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo
reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir,
impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a
mano. Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego,
al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como
animales. Supongo que para individuas como Pilar Rahola, María Antonia
Iglesias y otras joyas de la telemierda, que tras vivir de la política
viven ahora de la demagogia pseudofeminista imbécil, el arriba firmante
tendría que haber evitado aquello: persuadir a mil quinientos tíos con
escopetas de que lo que hacían estaba feo. Seguro que las antedichas y
otros cantamañanas de ambos sexos lo habrían evitado, con dos cojones.
Interponiéndose. Así que seguramente me llamarán violador pasivo, por
defecto.
Y fascista.