Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Tengo en casa una foto grande, recortada de un viejo libro de fotografía cuyo título no recuerdo. También olvidé el nombre del autor,
si llegué a saberlo. La imagen pertenece a una serie sobre los
movimientos revolucionarios en los años 20 del siglo pasado, y en ella
aparecen tres hombres relativamente jóvenes, aunque el aspecto y la
época los hagan parecer mayores. Dos llevan barbas poco espesas, todos
usan gafas redondas con montura de acero, y visten con modestas y raídas
ropas burguesas. No sé dónde se hizo la foto, ni la nacionalidad de los
tres individuos, aunque recuerdo que el texto los identificaba como
socialistas, o bolcheviques. Puede tratarse de una escena tomada en el
patio de una cárcel, o tal vez un recuerdo de camaradas. Hay en sus
protagonistas algo clandestino. Están sentados muy juntos,
fraternalmente agrupados ante la cámara del fotógrafo, que el del centro
observa con una singular expresión de recelo y desafío: una mirada
sombría, fanática. Es evidente que se trata de individuos convencidos de
algo. Una causa común, una idea. Sin la menor duda son hombres
peligrosos.
Seguramente los mataron pronto. Si algo aprendí dando tumbos por el mundo, mochila al hombro, es a identificar a los que no
sobreviven, o al menos llevan en el bolsillo las papeletas de la rifa.
Esos tres las llevaban todas. Es probable que a poco de hacerse, o
hacerles, aquella foto, alguien les diera matarile: quienes los
fotografiaron en el patio de la cárcel, si es que estaban en una, o la
policía de alguno de los países de Europa Central por los que se movían
secretamente entre fronteras, trenes y falsos pasaportes. Fueron
liquidados, tal vez, en una pensión de mala muerte, en un sucio
callejón, en una comisaría tras pasar un rato incómodo diciendo sí y no
en la sala de interrogatorios. Quizá se arrojaron por una ventana, o los
arrojaron. Solía ocurrir. Gaseados por Hitler, fusilados por Stalin.
Puede que alguno se pegara un tiro para no caer vivo en manos de
alguien, aunque también el tiro pudieron pegárselo sus propios
camaradas. Porque ésa es otra. Sus caras son de manual: duros,
convencidos, en la edad justa. Aventureros de la utopía. Ni muy jóvenes,
ni pasados de vueltas. Aún no veo rastro de fatiga. Por ello son
peligrosos, como dije antes. De los imprescindibles en vísperas de una
revolución, y que luego estorban. Aquellos que, tras hacer posible la
toma del palacio de Invierno, acabaron picando piedra en Siberia, o en
el sótano de la Lubianka con un tiro en la nuca. Aunque lo mismo, todo
puede ser, fue uno de ellos quien despachó a los otros dos: el que antes
despertó de la quimera. Tal vez se denunciaron y mataron entre sí al
cabo del tiempo, cuando rozaban el poder y cuajaba el sueño. Autocrítica
pública antes del paredón. Quién sabe. Son las vueltas y revueltas de
su tiempo. De la vida.
Los veo mirarme con sus ojos jacobinos y miopes, encogidos uno junto a otro como si tuvieran frío, y pienso en lo que hicieron.
Sobre todo, en lo que estuvieron a punto de hacer. Calculo el incendio
magnífico que quisieron provocar. La hoguera terrible, necesaria y
fallida con las astillas de tronos y confesonarios. Considero el sueño
tenaz al que dedicaron sus vidas, el modo de perseguirlo, de inmolarse
en él. Imagino la inteligencia, el coraje, el rencor, la desesperación
con que esos tres hombres, y cuanto simbolizan, pusieron el viejo mundo
patas arriba, abriendo las puertas a otro. Y pienso también cómo lo
mejor del sueño se pudrió en contacto con la puerca condición humana, y
cómo la aventura de la esperanza acabó en bufonadas grotescas,
traiciones infames y estériles carnicerías sangrientas; en la mentira y
el cinismo de gánsters convertidos en dictadores sin escrúpulos, en la
estupidez suicida de las masas incultas, en el callejón sin salida donde
los canallas oportunistas y demagogos, todavía un siglo después, en
nuestras barbas, siguen destruyendo lo más noble, osado y libre que late
en el ser humano.
Quizá por eso, mirar la foto me produce una extraña ternura.Al poseer una información de la que sus protagonistas carecen, yo sé cuál
es su destino. Puedo leer el futuro que ya fue, pintado en esos rostros
hoscos hasta la inocencia, en las miradas fanáticas y peligrosas. En esa
voluntad ingenua que tanto me conmueve adivinar, y que me reconcilia
con muchas cosas de las que blasfemo a diario. Objetivamente, acaben
como acaben, sé que esas tres pobres vidas anónimas no valdrán para
nada. Su fotografía es el documento de un fracaso: la derrota
irreparable del ser humano justo, valiente y libre. Pero sé también que,
sin esa foto y cuanto simboliza, la fe en lo grande y temible que
encierra el corazón del hombre no existiría. Ése es mi orgullo
melancólico. Nuestro consuelo.