Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Acabo de leer un libro extraordinario. Un tocho enorme de tamaño
folio y casi mil páginas. Requetés, se llama, y trata sobre la actuación
de los voluntarios carlistas en la Guerra Civil. Lo abordé con reparos,
pues los cruzados de la Causa nunca fueron santo de mi devoción. Cuando
lees a Baroja y Valle Inclán de jovencito, hay fanatismos
místico-castrenses que ya no te caen simpáticos nunca. Mucho menos
cuando, mirando hacia atrás y hacia adelante, uno acaba comprendiendo el
estrecho parentesco de aquellos curas de boina roja, que en el siglo
XIX bendecían bayonetas antiliberales, con los curas vascos que, durante
la última mitad del siglo XX, en otras sacristías que de algún modo son
la misma, empollaron y siguen empollando el huevo asesino de la
serpiente. Pastores de almas para los que, en el fondo, Josu Ternera y
sus compadres, arrepentidos o sin arrepentir, no dejan de ser otra cosa
que respetables generales carlistas.
Sin embargo, reconozco que Requetés ha sido una agradable sorpresa. Pese a los avales del prólogo de Stanley Payne y el epílogo
de Hugh Thomas, lo abrí con cautela, esperando indigestión de rosario,
escapulario y detente bala. Pero resulta que no. El libro, dotado de un
despliegue fotográfico que por sí mismo lo convierte en documento
extraordinario, es una minuciosa relación, con testimonios en primera
persona, de cómo vivieron la guerra los combatientes de los tercios de
requetés que en los más duros frentes de batalla lucharon contra la
República. Testimonios, en su mayor parte -no mezclemos churras con
merinas-, de gente que se partió la cara de igual a igual; no ratas de
retaguardia, madrugada y tiro en la nuca. Que también los hubo.
No falta ideología en el libro, claro. Aquellos hombres y mujeres que vivieron la guerra en primera persona, tanto en los frentes como en
los hospitales y en la retaguardia, añaden, a veces, su visión del
mundo y de España. Pero eso suele ser secundario, y cede paso al caudal
de hechos vividos, al relato de historias personales de trincheras,
dolor y muerte, y también de solidaridad, compasión, camaradería y
heroísmo. De 60.000 combatientes encuadrados en los tercios de requetés,
6.000 murieron en combate: uno de cada diez. Veteranos navarros,
vascos, valencianos, catalanes, incluso andaluces, la mayor parte de los
cuales no había cumplido entonces veinte años, cuentan con sobria
naturalidad sus mil días de fuego, utilizados siempre como fuerzas de
choque. Hombres al límite, en lugares donde todo se reducía a
sobrevivir, matar o morir. Historias que en su mayor parte, motivos
últimos al margen, podrían intercambiarse con las del otro bando:
cuadrillas de amigos alistados en el mismo pueblo, muchachos de quince
años que empuñaban el fusil junto a sus hermanos, padres y parientes.
Desde la distancia del tiempo, abuelos que entonces fueron jóvenes
vigorosos, a los que vemos en las fotos, todavía imberbes, pasando el
brazo por encima del hombro de compañeros que se quedaron atrás para
siempre, recuerdan con singular ecuanimidad sus peripecias entre amigos y
enemigos. Y a menudo, el aliento de lo real estremece al lector-oyente
como nunca podría hacerlo un relato ficticio de guerra o aventuras.
Lo que hace tan valioso Requetés es que Pablo Larraz y Víctor Sierra, sus autores, recogen esos testimonios y dejan el juicio último
al lector. El libro plantea lo que, en mi opinión, es el único modo
decente de alejar los fantasmas perversos de nuestra Guerra Civil: no
juzgar a los protagonistas por sus ideas, sino por sus actos. En ese
sentido, lo que hace aún más importante esta obra monumental es que casi
todos los recuerdos provienen de hombres y mujeres muertos a poco de
dar su testimonio. Eran los últimos carlistas supervivientes de la
guerra, y habría sido una lástima que sus vidas se hubieran perdido para
siempre en esta España analfabeta, oportunista, elemental, que confunde
memoria histórica con rencor histórico. Y es curioso: en Requetés no se reconoce a los vencedores, porque en realidad sus protagonistas
no lo fueron. Tras utilizarlos como carne de cañón, el franquismo los
relegó al olvido; y los ex combatientes carlistas ni siquiera se
beneficiaron de los privilegios que la nueva casta nacional, dueña del
cortijo, disfrutó sin límites. Quizá por eso, un aire triste, resignado,
recorre las páginas del libro. Una melancolía encarnada a la perfección
en la figura de ese pastor navarro que, mucho tiempo después, vuelto a
sus ovejas tras jugarse la vida peleando durante tres años, no conserva
otro privilegio que llevar en su pobre morral los prismáticos de un
oficial del ejército rojo al que mató en la batalla del Ebro.