Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
La moto está parada en el semáforo de un paso de peatones, con un pavo encima: un mensajero con el rótulo fosforito de su empresa en
la espalda. Detengo el coche en su aleta de babor y miro la máquina.
Pese a la caja portaequipajes del asiento trasero, me recuerda la
hermosa moto italiana que tuve hace treinta y tantos años largos, a esa
edad en que te crees invulnerable; cuando eres joven, inconsciente y
capaz de salir de viaje nocturno cayendo lluvia a mantas, atravesando a
ciegas pantallas de agua pulverizada de camiones por carreteras de doble
dirección, y crees que estamparte contra un coche o un árbol, a 160
kilómetros por hora, es algo que sólo puede pasarle a otros, y nunca a
ti. El caso, como digo, es que estoy mirando la moto y al usuario con
una punzada de nostalgia. Bajo el casco y el barbur, el mensaka parece
motero veterano, treintañero largo. Está tranquilo y a lo suyo, abiertas
las piernas, las botas militares apoyadas en el suelo, pendiente de que
el semáforo pase a verde. Pensando en sus cosas, supongo. En que va
retrasado en las entregas, o a quién votar en las municipales.
Cualquiera sabe. Y en ese momento, despistado al volante, frenando en el
último instante porque no se había fijado en el semáforo, llega el
pringao.
No hay golpe fuerte. Sólo el chirrido del frenazo sobre el asfalto.
Riiiias. Miro a mi derecha y veo que un coche, deteniéndose casi de
milagro en el último momento, golpea ligeramente la moto por atrás.
Apenas un toque en el neumático de la rueda trasera. Cloc. Lo justo para
que, sin hacerle desperfectos visibles, la moto salga despedida tres o
cuatro metros adelante, con el motero pateando a un lado y a otro en
desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio. Y lo consigue, el tío.
Logra estabilizarse un trecho más allá, pasadas las marcas de pintura
del paso de peatones, y desde allí se vuelve para comprobar qué diablos
ha ocurrido. Entonces ve el coche detenido donde antes se encontraba él,
y al conductor que, petrificado, las manos agarrotadas en el volante y
expresión estupefacta, lo mira reponiéndose del susto. Acojonado.
Entonces asisto a una escena memorable. Con una sangre fría envidiable, tras quedarse unos instantes mirando hacia atrás como si no
diera crédito a lo ocurrido, el mensaka se baja de la moto, la pone
sobre la pata de cabra, echa un vistazo comprobando que no hay daños de
importancia, y luego se acerca despacio al automóvil, tomándose su
tiempo. Es un tipo de aspecto rudo, vigoroso y con aparente buena salud.
El casco negro, del que sólo ha levantado la visera, refuerza su
aspecto amenazador. Y huelga señalar que, para entonces, los conductores
de los tres o cuatro coches que estamos cerca seguimos el asunto con
atención no exenta de morbo, haciendo cábalas sobre si el primer
guantazo se lo va a dar el mensaka al conductor con la derecha o con la
izquierda, o si se limitará a enumerarle a gritos la relación completa
de sus muertos más conspicuos y frescos. El del coche debe de andar en
cálculos parecidos, pues permanece atrincherado tras el volante, igual
de blanco que una hoja de papel marca El Galgo. Y en ésas ocurre la
cosa.
Siempre despacio, sin alterarse, el mensaka ha llegado a la altura del conductor y se inclina a mirarlo. Éste es más bien de perfil
tiñalpa, con poca chicha. Salta a la vista que no sabe qué hacer ni
decir, y que teme le pongan la cara como un mapa de carreteras.
Entonces, cuando el motero tiene ya apoyada una mano en el abridor de la
puerta, lo veo inclinarse un poco más, mirando hacia el asiento de
atrás del vehículo. Sigo la dirección de su mirada y descubro a dos
enanos de ocho o diez años, niña y niño, sentados allí, con sus
cinturones de seguridad puestos. En ese momento, el mensaka hace una de
esas cosas que a veces, hasta en los momentos más negros de la vida,
puede reconciliarte con el ser humano. Se queda inmóvil un instante,
como pensándoselo, la mano aún puesta en la puerta del coche. Luego se
yergue despacio, mira al conductor y le suelta esta frase inmortal: «Un
día te vas a matar, gamberro».
Y eso es todo. Después, sin esperar respuesta -el otro sigue sentado, sin arrestos siquiera para balbucir una excusa-, el mensaka se
dirige a la moto tan tranquilo como vino, echa un último vistazo para
confirmar que no hay desperfectos, sube a ella, la pone en marcha y se
va. Yo meto la primera y arranco a mi vez, pues suenan detrás bocinas
impacientes de coches, y veo al motero perderse en el tráfico, a la
entrada de un túnel. Entonces caigo en la cuenta de que ni siquiera he
podido verle la cara. Y pienso que es una lástima. Me gustaría
reconocerlo en cualquier calle, con la moto parada. Aparcar cerca,
señalar el bar más próximo e invitarlo a una caña.