Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Lo que voy a contarles ocurrió hace treinta y cinco años exactos,
casi día por día, en diciembre de 1975; pero me acuerdo bastante bien.
Es una historia que en su momento -yo era un jovencísimo reportero,
enviado especial del diario Pueblo en el Sáhara desde hacía ocho
meses- no me dejaron publicar. No eran buenos tiempos ni para la
libertad de prensa ni para otras libertades, pero uno se las apañaba
allí lo mejor que podía. Aunque en esta ocasión no pude. Recuerdo el
episodio con mucho sentimiento, por varias razones. De una parte, los
últimos sucesos en el Sáhara le dan, para mí, especial significado. De
otra, algunos testigos fueron muy queridos amigos míos. Casi todos de
los que tengo memoria están muertos, excepto el entonces capitán Yoyo Sandino, de la Policía Territorial, que creo estaba presente. Yo mismo
viví la última parte del episodio; pero ya no recuerdo quién más estaba
allí, aparte del teniente coronel López Huerta y el comandante Labajos,
ya fallecidos. Acababa de morir Franco, y España entregaba el Sáhara a
Hassán II. El Aaiún era una ciudad en estado de sitio, con toque de
queda, cuarteles y barrios en poder de los marroquíes, y otros aún bajo
autoridad española. Uno de éstos era Casas de Piedra, feudo del
Polisario; la custodia de cuyo perímetro, rodeado de alambradas y
caballos de Frisia, correspondía a la Policía Territorial. En sus
sectores, la gendarmería real y las tropas marroquíes se comportaban con
extremo rigor. Había innumerables detenidos. Y cada día, muchos jóvenes
saharauis, así como veteranos de Tropas Nómadas y de la Territorial,
huían al desierto para unirse a la guerrilla que ya combatía en las
zonas abandonadas del este.
Aquella noche, una patrulla marroquí que pasaba cerca de Casas de Piedra fue tiroteada desde el otro lado de la alambrada. Los dos
soldaditos españoles de guardia a la entrada del barrio -reclutas de
mili obligatoria, destinados forzosos al Sáhara como policías
territoriales- se apartaron de la luz, inquietos, y se quedaron allí
hasta que hubo ruido de motores con resplandor de faros, y varios
vehículos se detuvieron en el puesto de control. De ellos bajó nada
menos que el coronel Dlimi, comandante general de las fuerzas marroquíes
en el Sáhara, acompañado por todo su estado mayor y una sección de
soldados de las fuerzas reales. Todos, incluido Dlimi, venían armados
con fusiles de asalto, y estaban dispuestos a entrar en Casas de Piedra y
arrasar el barrio como represalia por los tiros de media hora antes.
Imaginen la escena: la noche, los faros iluminando la alambrada, el
coronel en contraluz con todas sus estrellas y galones, y los dos
soldaditos con todo aquello encima. Acojonados.
Lamento no recordar sus nombres, o tal vez no los supe nunca.
Pero esto fue lo que hicieron: mientras uno de ellos echaba a correr
hacia donde tenían la radio para avisar a sus jefes, el otro tragó
saliva, se cuadró y les dijo a los marroquíes que no pasaban -yo conocí a
su oficial superior, el eficaz y duro teniente Albaladejo, y estoy
seguro de que el chico prefirió vérselas con ellos antes que con el
teniente-. Como pueden ustedes suponer, Dlimi se puso hecho una pantera.
A gritos, descompuesto, mandó al territorial que se quitara de allí o
le iban a pasar por encima. Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie,
dijo éste. No sabes con quién estás hablando, etcétera, aulló el otro.
Luego blandió su arma e hizo ademán de cruzar la alambrada, seguido por
todos los suyos. Fue entonces cuando el soldadito dejó de ser lo que
era, un humilde recluta forzoso que hacía la mili en el culo del mundo,
para convertirse en otra cosa. En lo que juzguen ustedes que fue. Porque
en ese momento, casi con lágrimas en los ojos y temblándole la voz,
montó su fusil -clac, clac, chasqueó el cerrojo al meter una bala en la
recámara- y le dijo en su cara al poderoso coronel Dlimi, jefe de las
fuerzas marroquíes en el Sáhara, estas palabras extraordinarias: «Mi
coronel, por mi pobre madre que, como alguien pase de ahí, le pego un
tiro».
El aviso me pilló en el bar del cuartel de los territoriales, y a Casas de Piedra me fui, quemando neumáticos en el Seat 600 con el cartel Prensa que teníamos alquilado a medias Pedro Mario Herrero, del diario Ya,
y el arriba firmante. Tuve así oportunidad de asistir al último acto
del episodio, cuando llegaron los jefes españoles y tras una tensa
negociación lograron que Dlimi se retirase con su gente. En cuanto al
soldadito que le paró los pies salvando el barrio de una represalia, no
eran, como digo, tiempos para la lírica. Me temo que la única recompensa
que obtuvo aquella noche fue el cigarrillo Coronas que el comandante
Labajos le ofreció de su paquete, la palmada en la espalda del teniente
coronel López Huertas y esta página en la que hoy lo recuerdo.