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Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

Notario del horror

XLSemanal - 31/10/2010

Cada cual tiene sus amigos, y algunos de los míos son más raros que un perro de color fucsia. Carlos Olivares es burgalés, bronco y duro como un gallo de pelea, casi incendiario cuando se le va la olla, y llevaba tiempo empeñado en rescatar del olvido un libro que le quita el sueño desde hace años: Doy fe, de Antonio Ruiz Villaplana, secretario de juzgado en Burgos durante el primer año de la Guerra Civil. Ahora Carlos ha pagado de su bolsillo una modesta edición de ese libro; y no tengo más remedio que hablarles de él, porque anoche, tras leerlo de nuevo, me acosté descompuesto y amargo. Recordándonos. Decía el gran Manuel Chaves Nogales «exiliado republicano, nada sospechoso de parcial ni extremista» que a partir de 1936 la estupidez y la crueldad se enseñorearon de la vieja piel de toro. Que el caldo de cultivo de nuestra sangrienta guerra civil fue un virus germinado en los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín con las etiquetas de comunismo, fascismo y nacionalsocialismo. Y que el inadvertido hombre español, inculto, rencoroso y a menudo hambriento, se contagió con rapidez. Así, después de tantos siglos de barbecho, ignorancia, injusticia y miseria, la tierra sedienta de esa infeliz España hizo pavorosamente fértil la semilla de nuestra estupidez y nuestra crueldad ancestrales. «Es vano el intento de señalar» escribió Chaves Nogales en 1937 los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos en que se partiera España.»

Es útil tener presente esas palabras a la hora de enfrentarse al texto que por las mismas fechas escribió Antonio Ruiz Villaplana, secretario judicial de Burgos, capital de las tropas sublevadas contra la República. Incapaz de soportar las atrocidades de la represión, Ruiz Villaplana huyó de la España nacional, y en Francia dio fe por escrito de aquello en lo que, por su cargo oficial en los juzgados, había sido testigo e involuntario cómplice. Lo hizo en un estilo sobrio al que no era ajena su profesión, sin otros adjetivos que los imprescindibles. El resultado es un libro demoledor, pese a su brevedad, que estremece a cualquier lector de buena fe. Es cierto que los dos bandos cometieron atrocidades. Idénticas, a menudo. La misma gentuza oportunista, según donde el azar la situaba, dio rienda suelta a su negra alma lo mismo bajo el mono de miliciano que bajo la camisa de falangista. La guerra y la sucesión de acontecimientos, el rencor de la España envidiosa y maldita, convirtieron esas atrocidades en inevitables. El ser humano es como es, y los crujidos de la Historia tienen su horror específico; pero aun así, lo que cuenta el antiguo secretario judicial de Burgos no tiene justificación histórica ni social.

Está en el extremo de la crueldad y la saña gratuitas, atizadas por el odio, la vileza y la barbarie españolas; y también por la cobardía de quienes, como el autor reconoce de sí mismo, no tuvieron el valor inmediato de oponerse a la sinrazón de los verdugos, por no acabar en las mismas fosas comunes. Doy fe cuenta una parte significativa de esa tragedia y su cruda verdad. Aunque abunda en pinceladas de personajes históricos y en consideraciones utilísimas para comprender importantes aspectos del conflicto «el general Mola, Franco, la Falange, el Requeté, el siniestro papel de la Iglesia aliada con los verdugos en la zona nacional», en su mayor parte se circunscribe a la provincia de Burgos, capital de la España que pronto sería franquista. El puntilloso secretario de juzgado enumera, para aliviar su conciencia, los crímenes que la sociedad burgalesa amante de la paz social y el orden público, cometió, o toleró, sin que a nadie temblara el pulso: la despiadada represión en una pequeña ciudad donde la República apenas se había hecho sentir, donde no hubo quema de iglesias ni desórdenes previos, y donde los ejecutados del primer momento fueron los primeros e ingenuos sorprendidos por la suerte espantosa, desproporcionada, que sus verdugos les deparaban. Fosas comunes, torturas, violaciones y pillajes, ejecuciones sistemáticas de presos, litros de agua bendita con que las jerarquías eclesiásticas hisoparon todo aquello, constituyen el paisaje estremecedor por el que se mueve este relato seco, fiel, escrito por un hombre honrado. Por alguien que pudo contentarse, sobrevivir, callar y medrar, y no lo hizo. Si la lectura de Doy fe remueve cómodas certezas e inquieta el sueño tranquilo de algunos, tanto en la ciudad de Burgos como fuera de ella, el esfuerzo de mi amigo habrá valido la pena.