Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
A veces coinciden las cosas de un modo asombroso. Estaba hace
unos días repasando la carta que escribió en el siglo XVI el
conquistador Lope de Aguirre al rey Felipe II, ciscándose literalmente
en sus muertos. Ésa en la que se proclama «rebelde a tu servicio como yo
y mis compañeros seremos hasta la muerte». Lo hice con intención de
mencionarla, de pasada, en un momento determinado de la séptima entrega
alatristesca, con la que ando a vueltas y que aparecerá en febrero o
marzo, supongo.
El caso es que esa misma noche fui a cenar con Javier Marías, como solemos de vez en cuando;y apenas sentados, Javier me puso sobre
la mesa el último título publicado por su editorial Reino de Redonda: La
expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, del inglés Robert
Southey. El nuevo libro redondino es una estupenda traducción del
original publicado en 1821: breve, escrito con tono contenido, clásico,
ajeno a los habituales tópicos británicos sobre la barbarie española y
el aliento a ajo. En realidad apenas disimula la fascinación del autor
por el personaje. Y no era para menos; pues si alguien encarna la
desesperación, el coraje y la locura criminal en que acabaron algunos
episodios de la exploración y conquista de América, es Lope de Aguirre.
Sobre él, historiadores y novelistas coinciden con singular unanimidad.
Otros como Pizarro, Cortés o Alvarado, heroicos animales que dieron un
nuevo mundo a España, tienen admiradores y detractores que subrayan su
valor brutal o condenan sus atrocidades.
En el caso de Aguirre, vascongado de Oñate, la coincidencia es absoluta: su aventura es la más enloquecida y sangrienta de todas. La
expedición para el descubrimiento y conquista de la mítica ciudad de El
Dorado acabó en una orgía de sangre, culminada cuando Aguirre mató a su
propia hija, para impedir que cayera en manos de los enemigos, antes de
que sus hombres le cortaran la cabeza. La historia de ese conquistador
fracasado, cruel, arrogante, paranoico y asesino, me fascina desde que
leí La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender:
novela subyugante, extraordinaria, que los once chicos que hacíamos
bachillerato de Letras en mi colegio nos pasábamos como quien confía en
voz baja el descubrimiento de un tesoro. Aquel soldado receloso y cruel,
que dormía armado con peto y espada, por si acaso, y degollaba con
carácter preventivo, sin despeinarse, simbolizó para mí, desde entonces,
el lado más turbio y oscuro de la Conquista. Luego, con el tiempo y
otras lecturas, me adentré más en el personaje: un par de libros
fundamentales del profesor Emiliano Jos, las novelas de Ciro Bayo y
Uslar Pietri, y la película de Werner Herzog Aguirre, la cólera de Dios;
que, aparte del magnífico plano inicial de la película, me decepcionó
por dos razones: era un tostón macabeo, y los visajes del histriónico
rubio Klaus Kinski nada tenían que ver con ese carnicero hosco, cerril,
de acero fácil, al que siempre imaginé bajito, cetrino, barbudo,
tranquilo y silencioso.
Otra película que rodó Carlos Saura, El Dorado, tampoco era para tirar cohetes; pero afinaba más. Calaba mejor la psicología del asunto
y el ambiente, aunque también me dejó con las ganas: Omero Antonutti
«que luego encarnó a un excelente maestro de esgrima» tampoco cuajaba el
personaje. No era mi Lope de Aguirre. Si tuviera que quedarme con algo
de toda esa peripecia amazónica, sería con la carta famosa que Aguirre
escribió al rey de España para decir que renegaba de él y de su casta, y
que desde ese momento él y sus hombres se proclamaban libres e iban a
su aire: «Estando tu padre y tú en los reinos de Castilla sin ninguna
zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda,
tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes. Mira que no se
puede llevar con título de rey justo ningún interés en estas tierras
donde no aventuraste nada».
Esa carta la calificó Simón Bolívar de primera declaración de independencia americana; pero el libertador barría para casa. Lo que
a mi juicio simboliza Aguirre, dirigiéndose así a Felipe II, es la
osadía del español arrogante, cruel como la tierra que lo parió, harto
de trabajos sin recompensa, maltratado por monarcas, ministros y
gobernadores, que se revuelve en el extremo del mundo, gritando que
cuanto pagaron su sudor y sangre le pertenece. Que él mata con sus manos
y fía con su vida el precio de tanto horror y trabajos; mientras que el
gobernante, allá en su palacio «entonces como ahora», gobierna y mata
de lejos sin arriesgar nada, con las leyes y los verdugos a su servicio.
Y al cabo, rotos los diques de la sumisión y la obediencia, ese súbdito
desesperado pregona a voces que, quien tenga agallas, vaya allí y se
atreva a obligarlo. Dando mayor sentido a las palabras de Cervantes en
El casamiento engañoso, cuando hace decir al alférez Campuzano: «Espada
tengo. Lo demás, Dios lo remedie».