Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Pues sí, joven colega. Chico o chica. Pensaba en ti mientras tecleaba el artículo de la semana pasada.
Recordé tus cartas escritas con amistad y respeto, el manuscrito
inédito -quizá demasiado torpe o ingenuo, prematuro en todo caso- que me
enviaste alguna vez. Recordé tu solicitud de consejo sobre cómo abordar
la escritura. Cómo plantearte una novela seria. Tu justificada ambición
de conseguir, algún día, que ese mundo complejo que tienes en la
cabeza, hecho de libros leídos, de mirada inteligente, de imaginación y
ensueños, se convierta en letra impresa y se multiplique en las vidas de
otros, los lectores. Tus lectores.
Vaya por delante que no hay palabras mágicas. No hay truco que abra los escaparates de las librerías.
Nada garantiza ver el fruto de tu esfuerzo, esa pasión donde te dejas
la piel y la sangre, publicado algún día. Este mundo es así, y tales son
las reglas. No hay otra receta que leer, escribir, corregir, tirar
folios a la papelera y dedicarle horas, días, meses y años de trabajo
duro -Oriana Fallacci me dijo en una ocasión que escribir mata más que
las bombas-, sin que tampoco eso garantice nada. Escribir, publicar y
que tus novelas sean leídas no depende sólo de eso. Cuenta el talento de
cada cual. Y no todos lo tienen: no es lo mismo talento que vocación. Y
el adiestramiento. Y la suerte. Hay magníficos escritores con mala
suerte, y otros mediocres a quienes sonríe la fortuna. Los que publican
en el momento adecuado, y los que no. También ésas son las reglas. Si no
las asumes, no te metas.
Recuerda algo: las prisas destruyeron a muchos escritores brillantes.
Una novela prematura, incluso un éxito prematuro, pueden aniquilarte
para siempre. Lo que distingue a un novelista es una mirada propia hacia
el mundo y algo que contar sobre ello, así que procura vivir antes. No
sólo en los libros o en la barra de un bar, sino afuera, en la vida.
Espera a que ésta te deje huellas y cicatrices. A conocer las pasiones
que mueven a los seres humanos, los salvan o los pierden. Escribe cuando
tengas algo que contar. Tu juventud, tus estudios, tus amores
tempranos, los conflictos con tus padres, no importan a nadie. Todos
pasamos por ello alguna vez. Sabemos de qué va. Practica con eso, pero
déjalo ahí. Sólo harás algo notable si eres un genio precoz, mas no
corras el riesgo. Seguramente no es tu caso.
No seas ingenuo, pretencioso o imbécil: jamás escribas para otros escritores,
ni sobre la imposibilidad de escribir una novela. Tampoco para los
críticos de los suplementos literarios, ni para los amigos. Ni siquiera
para un hipotético público futuro. Hazlo sólo si crees poder escribir el
libro que a ti te gustaría leer y que nadie escribió nunca. Confía en
tu talento, si lo tienes. Si dudas, empieza por reescribir los libros
que amas; pero no imitando ni plagiando, sino a la luz de tu propia
vida. Enriqueciéndolos con tu mirada original y única, si la tienes. En
cualquier caso, no te enfades con quienes no aprecien tu trabajo; tal
vez tus textos sean mediocres o poco originales. Ésas también son las
reglas. Decía Robert Louis Stevenson que hay una plaga de escritores
prescindibles, empeñados en publicar cosas que no interesan a nadie, y
encima pretenden que la gente los lea y pague por ello.
Otra cosa. No pidas consejos. Unos te dirán exactamente lo que creen que deseas escuchar;
y a otros, los sinceros, los apartarás de tu lado. Esta carrera de
fondo se hace en solitario. Si a ciertas alturas no eres capaz de juzgar
tú mismo, mal camino llevas. A ese punto sólo llegarás de una forma:
leyendo mucho, intensamente. No cualquier cosa, sino todo lo que
necesitas. Con lápiz para tomar notas, estudiando trucos narrativos -los
hay nobles e innobles-, personajes, ambientes, descripciones,
estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas el más arrogante, con
rigurosa humildad profesional. Interroga las novelas de los grandes
maestros, los clásicos que lo hicieron como nunca podrás hacerlo tú, y
saquea en ellos cuanto necesites, sin complejos ni remordimientos. Desde
Homero hasta hoy, todos lo hicieron unos con otros. Y los buenos libros
están ahí para eso, a disposición del audaz: son legítimo botín de
guerra.
Decía Harold Acton que el verdadero escritor se distingue del
aficionado en que aquél está siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore
su obra, sacrificando el ego a su oficio, mientras que el aficionado
se considera perfecto. Y la palabra oficio no es casual. Aunque pueda
haber arte en ello, escribir es sobre todo una dura artesanía.
Territorio hostil, agotador, donde la musa, la inspiración, el momento
de gloria o como quieras llamarlo, no sirve de nada cuando llega, si es
que lo hace, y no te encuentra trabajando.