Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hay una clase de enemigos contumaces, profesionales, que terminan
saliéndole a cualquiera que aparezca en público con su rostro o su
firma. Internet, sobre todo, con la facilidad que ofrece para el
escupitajo de bilis, el insulto y la calumnia desde la impunidad del
anonimato, es territorio favorable a esa clase de gente, que despliega
allí un esfuerzo y constancia admirables. Lo pintoresco es que buena
parte de tales odios desaforados no tiene justificación racional, sino
que responde a filias y fobias íntimas, complejos inconfesables,
envidias, rechazos y turbios agravios que a veces ni el agresor, al
límite mismo de la apoplejía, justifica de modo coherente.
Pero hay una categoría aún más radical: la del converso que antes amó. Incluye a quienes durante cierto tiempo siguieron a
alguien con pasión o interés y que, por alguna causa, se han visto
defraudados en sus expectativas. Según sea cada uno, el entusiasmo con
que antes aplaudía a la persona admirada puede tornarse rencor y ganas
de venganza. Algunos casos llegan a lo patológico: a John Lennon, por
ejemplo, se lo cargó un admirador despechado, bang, bang, al que había
negado un autógrafo. Otros casos son sólo disparatados, o grotescos.
Parte de los odios suscitados por escritores se debe a cartas no respondidas; quizá porque hay quien piensa que a un
profesional le sobra tiempo para escribir de todo, y sin esfuerzo. De
poco sirve, en mi caso por ejemplo, haber repetido en esta misma página
que es imposible atender seiscientos correos electrónicos y cartas cada
mes. Que leo cuanto llega, pero cuando puedo. Y que me es imposible
mantener correspondencia. Quien eche cuentas comprenderá que si uno
dedicara cinco minutos a cada respuesta, debería emplear, sólo en eso,
cincuenta horas mensuales que son necesarias para otras cosas. Para
escribir novelas y estos artículos, por ejemplo. Para relajarte un rato
viendo una película, o para pensar en tus propios asuntos. O para lo que
te salga del cimbel.
A pesar de tan razonable justificación, hay quienes no la
terminan de encajar. Animados por su condición de lectores y
admiradores, envían manuscritos de poesía o novelas inéditas pidiendo
una opinión o un consejo. Incluso, ayuda para publicar. Y al no recibir
respuesta -algunos, al no recibirla en el acto-, envían cartas
destempladas porque no les concediste el tiempo y la atención que creen
merecer, y que sin duda merecen. Recuerdo un correo electrónico
reciente, de extrema impertinencia, donde alguien que antes me había
sugerido asunto para un artículo, relacionado con un problema familiar
suyo, me insultaba por «no haber tenido la coherencia moral de ocuparte
de eso y por no mojarte».
A veces, por trabajo y viajes, el correo se acumula. El
de XLSemanal, por ejemplo, postal y electrónico, me lo hago
enviar a casa en paquetes cada mes y medio, aproximadamente, para
dedicar un día entero a su lectura. Luego voy contestando lo que puedo:
lo urgente o imprescindible. Se da entonces la circunstancia de que, en
ocasiones, leo la carta despechada antes de la que, al no ser
respondida, motivó el despecho. Paso así del insulto, «eres un
prepotente y un chulo y tus novelas son una mierda y te va a leer tu
puta madre» -el tuteo y la renuncia a leerme en el futuro son
característicos de segundas misivas-, cuya causa no comprendo todavía, a
buscar la primera carta, leerla y comprobar que el ofendido, u
ofendida, me había mandado antes un manuscrito de quinientas páginas que
tengo apilado con otros treinta -ninguno de ellos solicitado-, o
elogiaba mi último libro en términos entusiastas, o me invitaba a tomar
un café, o a dar una conferencia, o pedía un consejo para su hija que
escribe cuentos o quiere estudiar Periodismo.
Ahí, los escritores que se creen menospreciados son temibles: odian como nadie, a simple espacio y por las dos caras del
folio. También están los lectores gremiales con poco sentido de la
perspectiva: seguidores tuyos desde hace años, que incluso escribieron
alguna vez elogiando tal o cual artículo -«dales caña y que se jodan,
Reverte»-, y que un día, cuando les toca a ellos o creen verse aludidos
de refilón, ya no ven tan claro lo de la caña, y descubren que eres un
arrogante y un facha. Pero de todas las cartas recibidas últimamente, mi
predilecta es la de una señora, de letra y prosa en apariencia
respetables, que pasó de asegurar el pasado enero: «Leo todo lo tuyo
desde hace años, como mi familia, y agradezco que tus novelas nos
descubran mundos complejos tan insospechados» a escribir, en abril: «Veo
que no merecemos de ti una respuesta. Quédate en tu atalaya de soberbia
con el último libro, que no pienso comprar. No esperaba otra cosa de un
escritor mediocre al que, desde luego, no volveré a leer en mi vida».