Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me inquieta el número de jóvenes que en los
últimos tiempos piden consejo. Qué debo hacer, qué libro debo leer,
qué estudiar o qué caminos abandonar, cómo puedo conciliar lo que sueño
con el paisaje desolado en que ustedes, los mayores, me han convertido
el horizonte. Cuando preguntan cosas así, intento abrir camino a la
esperanza. Lee esto, prueba con aquello, viaja a tal sitio. Traza tu
camino con sentido común y con decencia. Pero hay días en que ese
discurso no me sale. Soy de la generación que ha colaborado en armar
esta trampa infame, la ratonera donde viven atrapados tantos jóvenes
dolorosamente lúcidos. No siempre puede transmitir esperanza quien a
veces no la tiene. Hace unos días, durante uno de los breves contactos
que mantengo con lectores y amigos a través de la red social Twitter, me
encontré dando a uno de ellos, que preguntaba qué leer con veintisiete
años y en paro, una respuesta inquietante para mí mismo: «Un libro para
aprender idiomas y largarse, o uno donde aprender a fabricar cócteles
molotov».
Lo de la coctelería era broma, hasta cierto punto. Pero
la primera parte del consejo me salió sincera. A veces creo que esto no
tiene solución. Que este país irresponsable, históricamente enfermo,
está condenado a repetirse a sí mismo hasta la traca final. Y en cada
ocasión recuerdo lo que, de niño, oía a mi abuelo paterno, que era
lúcido, culto, republicano, y usaba sombrero, sobre todo para quitárselo
ante las señoras: «Arturín, aprende francés, que es muy triste ir al
exilio sin hablar idiomas». Le hice caso, y hablo un francés de puta
madre. También, a menudo, uso sombrero. Pero entre viajes y libros se
echaron los años encima. Ahora ya me da igual irme o quedarme. Estoy
cansado. Soy demasiado mayor, y hay días en los que sólo me levanto con
ganas de morir matando.
España fue, durante siglos, muchas cosas buenas y malas. Hoy es algo parecido a intentar introducir una especie de barra o
varilla por una serie de piezas hechas con agujeros desiguales: cada uno
de un diámetro diferente, hechos de materiales distintos y situados en
diferentes posiciones. No hay pulso que enhebre el invento, ni
posibilidad de que nadie alinee aquello y funcione la maquinaria. Sin
embargo, me resisto a creer que nada pueda hacerse. No escribiría estos
artículos, en tal caso. Sigue habiendo, pese a todo, gente que lucha y
se arriesga, empresarios dignos, funcionarios decentes, jóvenes
solidarios y valerosos capaces de levantarse y trabajar cada mañana. De
pelear, si hace falta. Amigos en quienes esperar y confiar. Por eso
duele más. Por eso ulcera el alma verlos maltratados por estas
diecisiete Españas injustificadas, egoístas y ladronas, donde las ratas y
los chacales depredan a su aire, envidiándose y odiándose a partes
iguales, desmontando cuanto hace posible el respeto y la convivencia.
Esa gentuza iletrada, infame, que ha hecho de la política su forma de
vida y de nosotros su negocio, desvalija el país y se lleva por delante
las instituciones en su ávida carrera por el dinero y el poder. Destroza
el futuro. La impunidad de esos golfos la garantizan millones de
ciudadanos apáticos sentados ante el televisor, viendo el fútbol y a
Belén Esteban mientras aceptamos, aborregados, que nos conviertan en un
país miserable, cutre, exclusivo para turistas baratos de cerveza y
vomitona. Un lugar sin industria ni recursos propios, sin clase media,
hecho de buscavidas y mendigos, de subvenciones mientras las haya, de
putas y camareros. Dicho sea con todo el respeto para las putas y los
camareros. Que, a este paso, serán quienes nos den de comer.
Algún retorcido consuelo queda de todo esto: a los
principales culpables los hemos parido y votado los padres de esos
jóvenes. Salen de nuestra entraña desde hace cuatro décadas. Los
engordamos a nuestra costa, tarados por una dictadura anterior que nos
hizo acríticos e ignorantes. El mayor homenaje a nuestra imbecilidad
nacional tuvo lugar en el Senado hace unas semanas, el primer día que
allí se utilizaron las diversas lenguas oficiales con traducción
simultánea y pinganillo. Ésa es la España que los días de cabreo
extremo, cuando aconsejo, como mi abuelo, tener idiomas y una maleta por
si hay que largarse, quisiera ahorrar a los jóvenes más lúcidos: un
andaluz medio analfabeto, presidente autonómico, hablaba con torpeza en
catalán mientras otro andaluz casi tan analfabeto como él,
vicepresidente tercero del Gobierno, escuchaba mediante un auricular la
disparatada traducción a una lengua, el castellano, que ambos conocían
-decir dominaban es excesivo- casi perfectamente. Y mientras, en sus
bancos, encantados de estar allí, los cómplices de esos dos sujetos
aplaudían.