Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Estoy familiarizado con paisajes de orillas azules, cielos luminosos y cementerios blancos. Allí intuí pronto -o tal vez aprendí a
aprender- que la muerte es episodio natural y consecuencia de todas las
cosas. Quizá por eso tengo afición a las lápidas donde figuran
inscripciones serenas, cuya contemplación ayuda a ordenar pensamientos y
vidas. Me gusta leerlas e imaginar las existencias que allí se resumen,
y calcular qué de ello puede serme útil o saludable. También, a veces,
durante esos ratos tranquilos en que la biblioteca está en silencio
absoluto y no tengo ganas de leer algo continuado y denso, hojeo las
páginas de algún libro relacionado con el asunto, o que me lo parece.
Mis queridos Montaigne y Cervantes, por ejemplo, abundan en esa clase de
sentencias que a veces podríamos tomar por funerarias, o casi; y
sospecho que los autores de los Ensayos y el Quijote lo que hicieron, en
realidad, fue escribir astutos y caudalosos libros-epitafios para
ayudarse ellos mismos a bien morir.
Tengo otros libros a los que acudo con esa intención. Mis
favoritos son Epigramas funerarios griegos y los dos volúmenes
de Poesía epigráfica latina, de la colección de clásicos Gredos,
que reúnen buen número procedente de estelas funerarias o de fragmentos
literarios antiguos. Me seducen especialmente sus antiquísimas fórmulas
canónicas: invocación al caminante -«Llora mi amargo destino,
caminante»-, elogio del difunto -«Nadie llegó a desceñir su
virginal cinturón»- y consolatio final -«Amado por muchos, lo
habría sido por más»-. Algunas de las inscripciones, sobre todo las
dedicadas a niños y jóvenes muertos en su edad primera, me conmueven
especialmente. «Con lamentos, mi madre colocó esta lápida junto al
camino», dice una de ellas. Y otra: «En este lugar yazco,
dejando huérfana la vejez de mi padre». Tengo varias favoritas. Por
ejemplo: «Te admiraban mortales y dioses, pero una envidiosa
divinidad se apoderó de ti», y «Sin apenas gustar de la
juventud, me he hundido en el Hades». Aunque ninguna tan hermosa y
triste como la de una recién nacida: «La mayor parte de mi vida la
pasé en el vientre de mi madre».
Algunas de esas antiguas inscripciones resumen admirablemente
toda una vida, una profesión o un carácter. «La Moira raptó a
Cleómbroto, excelente en jurisprudencia», afirma una. Y otra: «Comadrona,
salvé a muchas mujeres, pero no pude escapar a la Moira». Tampoco
está nada mal: «Que mis herederos rocíen con vino mis cenizas». Aunque de ésas, mi más admirada es la magnífica «Vi las ciudades de
muchos hombres y conocí su forma de pensar». Las inscripciones
referidas a muertos en combate se encuentran también entre mis
predilectas. La más famosa, por supuesto, es aquel «Caminante, si vas
a Esparta...» de las Termópilas. Hay otra que me gusta mucho:
«Entre roncos gemidos, sus compañeros levantaron este túmulo». También
la de un soldado llamado Aristarco, que «Murió mientras sostenía el
escudo en defensa de su patria», y la conmovedora «Cayó entre
los que combatían en primera fila, e intenso dolor dejó a su padre». Pero la que siempre me pone al filo de la emoción es el sencillo
elogio fúnebre de un hoplita muerto en la llanura de Curo, el año 281
antes de Cristo: «Yo no retrocedí ante el ataque de los enemigos. Era
soldado de infantería».
Otra inscripción que me parece magnífica, por lo que tiene de épica y evocadora, está en el museo arqueológico de Córdoba. Se trata
de la estela funeraria de un gladiador del siglo I muerto en su séptimo
combate, y su escueto elogio -tres palabras en mitad del texto: venció
seis veces, incluidas con orgullo por la esposa que costea su lápida- me
hace evocar con facilidad el anfiteatro cordobés, el grito de la
muchedumbre en los graderíos, el ruido de las armas y la sangre
corriendo sobre la arena: «Actio, gladiador. Venció seis veces. Tenía
veintiún años. Aquí está enterrado. Que la tierra te sea ligera».
Pero no es sólo en las piedras, o en los libros. Hace muchos años, en el cementerio helado de Bucarest, me asombró comprobar hasta
qué punto ese eco funerario clásico, tan literario, puede llegar de
forma natural hasta nuestros días. El día de Navidad, bajo la nieve, una
pobre madre lloraba y rezaba ante la tumba aún abierta de su hijo,
asesinado por la Securitate del dictador Ceaucescu. Y cuando la
intérprete me tradujo sus palabras, me quedé estupefacto. Aquella mujer
campesina, analfabeta, estaba recitando de memoria -una memoria
antiquísima, sin duda, transmitida oralmente- un epigrama funerario
triste y bello, quizás aprendido por algún antepasado suyo en una piedra
contemplada, siglos atrás, a un lado del camino: «Es oscura la casa
donde ahora vives».