Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
El segundo gintonic, Pencho se vuelve hacia
mí. Hace quince minutos que aguardo, paciente, esperando que se
decida a contármelo. Por fin hace sonar el hielo en el vaso, me mira un
instante a los ojos y aparta la mirada, avergonzado. «Hoy he cerrado la
empresa», dice al fin. Después se calla un instante, bebe un trago largo
y sonríe a medias con una amargura que no le había visto nunca. «Acabo
de echar a la calle a cinco personas.»
Puede ahorrarme los antecedentes. Nos conocemos hace mucho tiempo y estoy al corriente de su historia, parecida a tantas:
empresa activa y rentable, asfixiada en los últimos años por la crisis
internacional, el desconcierto económico español, el cinismo y la
incompetencia de un Gobierno sin rumbo ni pudor, el pesebrismo de unos
sindicatos sobornados, la parálisis intelectual de una oposición
corrupta y torpe, la desvergüenza de una clase política insolidaria e
insaciable. Pencho ha estado peleando hasta el final, pero está solo.
Por todas partes le deben dinero. Dicen: «No te voy a pagar, no puedo,
lo siento», y punto. Nada que hacer. Los bancos no sueltan ni un euro
más. Las deudas se lo comen vivo; y él también, como consecuencia, debe a
todo el mundo. «Debo hasta callarme», ironiza. Todo al carajo. Lleva un
año pagando a los empleados con sus ahorros personales. No puede más.
Cinco tragos después, con el tercer gintonic en las manos, Pencho reúne arrestos para referirme la escena. «Fueron entrando uno
por uno -cuenta-. La secretaria, el contable y los otros. Y yo allí,
sentado detrás de la mesa, y mi abogado en el sofá, echando una mano
cuando era necesario... Se me pegaba la camisa a la espalda contra el
asiento, oye. Del sudor. De la vergüenza... Lo siento mucho, les iba
diciendo, pero ya conoce usted la situación. Hasta aquí hemos llegado, y
la empresa cierra.»
Lo peor, añade mi amigo, no fueron las lágrimas de la secretaria, ni el desconcierto del contable. Lo peor fue cuando llegó el
turno de Pablo, encargado del almacén. Pablo -yo mismo lo conozco bien-
es un gigantón de manos grandes y rostro honrado, que durante
veintisiete años trabajó en la empresa de mi amigo con una dedicación y
una constancia ejemplares. Pablo era el clásico hombre capaz y diligente
que lo mismo cargaba cajas que hacía de chófer, se ocupaba de cambiar
una bombilla fundida, atender el correo y el teléfono o ayudar a los
compañeros. «Buena persona y leal como un doberman -confirma Pencho-. Y
con esa misma lealtad me miraba a los ojos esta mañana, mientras yo le
explicaba cómo están las cosas. Escuchó sin despegar los labios,
asintiendo de vez en cuando. Como dándome la razón en todo. Sabiendo,
como sabe, que se va al paro con cincuenta y siete años, y que a esa
edad es muy probable que ya no vuelva a encontrar jamás un trabajo en
esta mierda de país en el que vivimos... ¿Y sabes qué me dijo cuando acabé
de leerle la sentencia? ¿Sabes su único comentario, mientras me miraba
con esos ojos leales suyos?»
Respondo que no. Que no lo sé, y que malditas las ganas que tengo de
saberlo. Pero Pencho, al que de nuevo le tintinea el hielo del gintonic
en los dientes, me agarra por la manga de la chaqueta, como si
pretendiera evitar que me largue antes de haberlo escuchado todo. Así
que lo miro a la cara, esperando. Resignado. Entonces mi amigo cierra un
momento los ojos, como si de ese modo pudiera ver mejor el rostro de su
empleado. Aunque, pienso luego, quizá lo que ocurre es que intenta
borrar la imagen del rostro que tiene impresa en ellos. Cualquiera sabe.
«¿Y qué voy a hacer ahora, don Fulgencio?... Eso es exactamente lo que me dijo. Sin indignación, ni énfasis, ni reproche, ni
nada. Me miró a los ojos con su cara de tipo honrado y me preguntó eso.
Qué iba a hacer ahora. Como si lo meditara en voz alta, con buena
voluntad. Como si de pronto se encontrara en un lugar extraño, que lo
dejaba desvalido. Algo que nunca previó. Una situación para la que no
estaba preparado, en la que durante estos veintisiete años no pensó
nunca.»
«¿Y qué le respondiste?», pregunto. Pencho deja el vaso vacío sobre la mesa y se lo queda mirando, cabizbajo. «Me eché a llorar
como un idiota -responde-. Por él, por mí, por esta trampa en la que nos
ha metido esa estúpida pandilla de incompetentes y embusteros, con sus
brotes verdes y sus recuperaciones inminentes que siempre están a punto
de ocurrir y que nunca ocurren. ¿Y sabes lo peor?... Que el pobre tipo
estaba allí, delante de mí, y aún decía: No se lo tome así, don
Fulgencio, ya me las arreglaré. Y me consolaba.»