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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 31/7/2005
Hace unas semanas, en la tele, un
deportista al que entrevistaban se hizo repetir tres veces la pregunta,
y al final confesó que no podía responderla porque no entendía una
palabra. Que no se aclaraba con el farfullo del periodista. Creo
recordar que la pregunta era: "¿Homesplante la hueva emporá?",
formulada con cerradísimo acento andaluz. Al cabo de un rato, y tras
darle muchas vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que lo que el
periodista había querido preguntar era "¿Cómo te planteas la nueva temporada?" Y oigan. Nada tengo contra los acentos. Lo juro. Ni contra el panocho
de Mursia, ni contra el gallegu, ni contra el valensianet de Valensia,
ni contra ningún otro. Todo es parte de la rica pluralidad, etcétera,
de las tierras de España; y a mí también me sale el cartagenero cuando
estoy con mis paisanos o cuando me cabreo y miento el copón de Bullas.
Pero no se trata de acentos. Lo que me dejó incómodo fue el toque
chusma de la cuestión. Para entendernos: hace sólo unos años, al
periodista del homesplante la emporá, en su televisión, en su radio, en su periódico o en donde fuera, no le habrían dejado abrir la boca. Por cateto.
Y ahora dirá alguien, en plan buen rollito, que también los
catetos tienen derecho a ser periodistas y preguntar cosas. Pues lo
siento. Niet. Ni de coña. Los catetos, lo que tienen que hacer es
dedicarse a otra cosa, o hacer los esfuerzos adecuados para dejar de
ser catetos. Y los jefes de los catetos -y las catetas- que andan
sueltos por ahí, preguntándoles por las huevas de la emporá a los
futbolistas y a los premios Nobel de Literatura, lo que son es unos
irresponsables y unos pichaflojas, incapaces de poner las cosas en su
sitio y darle dignidad al medio que les paga el jornal.
Hemos llegado a un punto en el que todo vale, donde tener unas
tragaderas como la puerta de Alcalá se toma por patente de salud
democrática, talante y besos en la boca; mientras que poner las cosas
en su sitio, exigir que los estudiantes estudien, que quienes escriben
no cometan faltas de ortografía, que los que hablan en público
controlen los más elementales principios de la retórica, o por lo menos
de la sintaxis, se toma por indicio alarmante de que un fascista
totalitario y carca asoma la oreja.
Es devastador el daño que hacen, en ese registro, dos elementos
recientemente incorporados en masa a la vida pública: el periodista
iletrado y el político analfabeto. Ambos flojean precisamente donde más
sólidas debían ser sus vitaminas, y no me refiero sólo al lenguaje
infame con que nos vejan a diario; sino también a lo que éste contiene.
Un periodista utiliza el idioma como herramienta principal en su
trabajo de informar y crear opinión, y un político es alguien que,
aparte una presumible formación ética y una cultura -pero de eso no
vamos ni a hablar, porque a fin de cuentas estamos en España-, necesita
un conocimiento elemental de los recursos de la lengua en la que se
expresa cuando habla en público o se dirige a sus ilustres compañeros
-o cómplices, o lo que sean- de negocio. Y lo terrible es que la
funesta combinación de ambos personajes, periodista iletrado y político
cenutrio, es la que marca ahora el tono de la vida pública española.
Nunca hubo tal acumulación de disparates, de bajunería
expresiva, de servilismo a lo socialmente correcto, de desconocimiento
de las más elementales reglas de la comunicación oral o escrita. La
ignorancia, la desorientación y la gilipollez son absolutas: bulling por acoso escolar, mobbing por acoso laboral, género por sexo, fue disparado por le dispararon o fue tiroteado, severas heridas por graves heridas, apostar en vez de proponerse, decidir, querer, intentar, pretender, desear o
procurar. Y así, hasta la náusea. Cualquier murga nueva, cualquier
coletilla, cualquier traducción pedestre del guiri, cualquier tontería
o lugar común, hace fortuna con rapidez pasmosa y se propaga en boca y
tecla de quienes, paradójicamente, más deberían cuidar el asunto. Todo
eso, claro, acentos y farfullos aparte.
Y así, algunos desoladores productos de la nueva generación de
periodistas hijos de la Logse, la desaparición de la antigua, venerable
y utilísima figura del corrector de estilo en los medios informativos,
y la ordinariez de la ciénaga donde a menudo se nutre la vida política
española, nos tienen a merced de tanta mala bestia que nos bombardea
con su zafiedad y su incultura, contaminándonos. Y nadie se atreve a
exigir lo razonable: que lean y se eduquen, que cambien de oficio o que
cierren la boca.