Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace dos semanas prometí hablarles de Rojo y negro, una de
mis películas españolas favoritas. Así que anoche puse el deuvedé -una
copia de relativa calidad, semipirata, que no se encuentra fácilmente-
para admirar de nuevo esa historia sombría y dura, hija bastarda del
cine franquista, estrenada en 1942, demolida por la crítica oficial y
retirada después de sólo tres semanas de cartelera para verse enterrada
en el olvido. Hasta que, cincuenta años más tarde, la Filmoteca Española
localizó una copia polvorienta en un sótano de Madrid.
Rojo y negro tiene un valor histórico extraordinario. Es la única película sobre la Guerra Civil hecha desde un punto de
vista inequívocamente falangista -su director, Carlos Arévalo, lo era-. Y
trata de las actividades clandestinas en el Madrid republicano de la
contienda. Se trata de una película pionera, pues en ella aparece por
primera vez el concepto de resistencia en una ciudad ocupada por el
enemigo. Resistencia antimarxista, en este caso; pero no inferior en
interés ni en realidad histórica, como señalan lúcidos críticos e
historiadores del cine, a la resistencia antifascista que después
nutriría innumerables películas francesas, inglesas, norteamericanas,
alemanas, rusas o polacas. Insólita en su ejecución, técnicamente osada
en algunas escenas -esos planos de la checa de Fomento abierta como el
13 de la Rue del Percebe-, modernísima para su tiempo, cuajada entre el
neorrealismo italiano, el cine de vanguardia soviético y simbólicos
toques surrealistas, Rojo y negro cuenta la sombría historia de
una joven falangista, soberbiamente encarnada por la mítica Conchita
Montenegro: un personaje alejado de los arrebatos patrioteros,
grandilocuentes e histriónicos habituales en la cinematografía del
Régimen. Luisa, la protagonista, es sobria, dura, trágica, cínica,
valerosa y desesperanzada. Y con fría decisión desciende a los
infiernos. Eso la convierte en una heroína atípica para el cine español
de su tiempo, donde lo correcto eran abnegadas madres y esposas que,
desde el cristiano hogar, alentasen a los hombres a inmolarse en las
diversas Cruzadas habidas o por haber.
Hay otro aspecto crucial, falangismo radical aparte, por
el que la película no satisfizo el Régimen. Aparte de su tono seco, nada
ampuloso y en absoluto marcial, evita caer en el simplismo estúpido del
que ni siquiera se libran las películas que hoy se hacen sobre la
Guerra Civil: la exaltación del bando propio y la caricatura del
adversario. Sádicos nacionales de gafas oscuras y brillantina en las
películas de ahora, y malvados rojos, tabernarios y brutales, en el cine
de antes. Inexactos, incompletos y maniqueos, todos ellos. Aquí, sin
embargo, los republicanos que encarcelan y fusilan son individuos
normales, creíbles, con motivos para hacer lo que hacen. Con toques de
humanidad e ideología propia: como cuando el jefe de los milicianos dice
que, si hubiera llevado medalla religiosa al cuello, al llegar a la
edad de la razón se la habría quitado. O cuando el miliciano violador de
Luisa -soberbia escena, resuelta con dos planos del rostro de la
Montenegro- actúa bajo el resentimiento de haber sido engañado, y porque
está borracho.
Pero aún hay más, en esta película asombrosa y compleja para quien se enfrente a ella con lucidez, sin estereotipos de buenos y
malos: la crítica feroz a los contemporizadores, a los que miraban para
otro lado. Al egoísmo de la derecha burguesa y capitalista, incluida sin
reparos entre los principales responsables del conflicto. Sin olvidar
el retrato, atrevidamente surrealista, de una clase política ciega que
divide a los españoles, llevándolos a una matanza atribuida con mucha
ecuanimidad al «odio y desconocimiento mutuo». Paradójicamente, la
derecha conservadora queda peor que el bando contrario: cuando los
oradores de izquierdas agitan al pueblo, éste se muestra como pobre,
oprimido, inculto y desesperado. Eso enlaza con los personajes y
actitudes de los milicianos que aparecerán después. Y si no los
justifica, los hace creíbles. Humanos.
Como se decía en otros tiempos, Rojo y negro es una película para que la disfruten espectadores formados, prevenidos de lo que ven y en qué circunstancias se hizo: capaces de
hacer la lectura adecuada, situando en su contexto histórico y social
esta narración extraña e inquietante, donde la estremecedora secuencia
que precede al final -el actor Ismael Merlo vagando entre los cadáveres
de los fusilados en la pradera de San Isidro- nos sumerge, más que
ninguna de las muchas películas realizadas sobre aquella tragedia, en la
noche oscura de nuestra Guerra Civil.