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No sé de qué diablos protesto, a veces. Soy
un gruñón bocazas, porque en realidad vivimos en un país fascinante.
Según donde te sitúes, o lo haga el azar, lo mismo puedes echar la
mascada por sotavento que rularte de risa o estamparle besos al vecino
de barra. Yo mismo, cuando tengo sobredosis de telediario y me asomo a
la ventana pidiendo que llueva napalm y nos lleve a todos a tomar por
saco, me organizo a veces una terapia que funciona de cine: corro al bar
más próximo, pido una caña y una tapa, miro alrededor y tiendo la
oreja. Así, muchas veces, lo que veo o lo que oigo, las vidas que
hormiguean a mi alrededor, la pareja que habla en voz baja cogida de la
mano en la mesa junto a la ventana, el currante que se come el bocata,
la señora que entra a pedir un café con leche después de pasar veinte
minutos charlando con las otras marujas en la puerta del mercado, la
peña considerada de cerca, en resumen, me suben el ánimo. Me reconcilian
con la gente y con el escenario. Conmigo mismo, de paso. Como digo
siempre, Sodoma y Gomorra, igual que Villacenutrios del Rebollo, están,
si uno se fija, llenas de justos que las salvan. También de payasos que
las animan. Que le dan vidilla al cotarro.
El otro día tocó rularse de risa. La historia es verídica, aunque ustedes son dueños de creérsela o no. Como aval tienen mi
palabra de honor, así que allá cada cual. Yo puedo jurarles por las
Siete Bolas de Cristal que es cierta en lo sustancial y el desenlace.
Ocurrió hace pocos días en una asamblea de la asociación de padres de
alumnos de un colegio rural, alguno de cuyos integrantes es amigo mío.
Buscaban nombre para el centro escolar, y el debate se animó con
propuestas y contrapropuestas. Participaba activamente, con calor
dialéctico, una señora todavía joven, notable por sus actitudes
antisexistas. Muy eficaz en su trabajo, dicho sea de paso. Lúcida,
cualificada y profesional. Pero de las convencidas -sin duda
sinceramente, en este caso- de que los Reyes Magos deberían llamarse
Reyes y Reinas Magos y Magas, y que regalarle un balón y una espada de
juguete a un niño varón significa forjar, desde la más tierna infancia, a
un maltratador de mujeres y a un fascista con carnet.
El caso es que, dándole vueltas al nombre del colegio, la
antedicha señora se negó a utilizar el de un conocido escritor español
vivo -no era el mío, tranquilicémonos todos-, argumentando que el
candidato pertenecía al sexo masculino -ella dijo «género»-, y que eso
suponía discriminar a las mujeres escritoras. El mentado, además, no era
considerado por la citada señora un pavo progresista, sino proclive -y
esto es literal, o casi- «a una manera de escribir demasiado apegada a
las reglas académicas, lo que le da un tufillo de derechas». Además era
varón, lo que suponía una discriminación adicional. No sería bien visto.
Se le pidió entonces a la señora que aportase nombres de escritores
homosexuales inequívocamente progresistas, dignos de figurar en el
membrete de cartas de un colegio español del año 2010. O,
preferiblemente, de escritoras hembras en situación parecida. Pero no
supo dar ninguno. Los hombres eran hombres, a fin de cuentas; y a las
mujeres no acababa de verlas. «Hasta este mismo debate es machista»,
apuntó la prójima saliéndose por los cerros de Úbeda. Se entabló luego
una animada discusión en busca de gente de otros registros, a ser
posible mujeres vivas, conocidas, relacionadas con las letras, la
educación o la cultura en general. Pero todo eran inconvenientes. A la
señora no le cuadraban las cuentas. Además, no podía ser un nombre
masculino, concluyó, por su posible interpretación sexista; pero si era
mujer parecería muy radical. Muy extremista. `Colegio Miguel de
Cervantes´ sonaba a rancio y a facha. «Con Franco todos se llamaban
así», dijo alguien. Lo conveniente era un nombre que fuese popular, con
tirón, pero que careciese por completo de connotación política. «Fulano
escribió durante el franquismo, Mengano sale mucho en El País, Zutano firma en la tercera de ABC.» Eso de la etiqueta, real o
postiza, los dejaba fuera a todos. «Sin olvidar -apuntó un profesor, ya
en plan de coña- que si es hombre o mujer de raza blanca, pueden
acusarnos de racismo. Y escritoras negras no tenemos muchas.»
Al fin, tras varias horas de dimes y diretes, la señora dio
con la solución: «Un nombre -apuntó muy seria- que cumple todos los
requisitos para representar los valores del centro educativo, sin ser
sexista ni afectar la sensibilidad de ningún colectivo». Luego hizo una
pausa, los miró a todos con ojos encendidos de entusiasmo y dijo: «La
Pantera Rosa».
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.