Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
El otro día, los pavos del suplemento cultural ABCD, periodistas y escritores, me invitaron a un cocido en Madrid. El
pretexto era celebrar un artículo mío -lo hacen una vez al mes,
eligiendo víctimas de modo por completo aleatorio, o casi-, y confieso
que, aunque vida social hago la justa, resultó una comida muy simpática.
Estaban allí Fernando Rodríguez Lafuente, Juancho Armas Marcelo,
Fernando Castro, Luis Alberto de Cuenca y César Antonio Molina, entre
otros: una interesante jábega de marrajos. Como no me gusta llegar con
las manos vacías, antes de ir a la Taberna de Buenaventura, adecuado
lugar de la cita, me pasé por la tienda de regalos que unos amigos
tienen junto a Puerta Cerrada, donde compré una de esas semiesferas de
cristal que producen efecto de nevada al agitarlas. Se trataba, en este
caso, de un precioso Titanic a punto de hundirse, junto al pináculo de
un iceberg. Desde hace tres o cuatro años he comprado una treintena de
veces ese modelo en la misma tienda, destinado siempre a gente a la que
aprecio. A veces está cierto tiempo agotado hasta que vuelven a traerlo,
y sospecho que sus dueños lo reponen continuamente gracias a mi
obsesiva insistencia.
El caso es que el Titanic y su iceberg, entre otros asuntos, formaron parte de la conversación de sobremesa. Se lo entregué a
Rodríguez Lafuente como director y cabeza visible del putiferio,
aclarándole que siempre regalo eso como memento mori. Un
recordatorio de que, por muy sobrado que navegue uno por la vida,
siempre hay un iceberg esperando en alguna parte. Y aun más: cada éxito
tiene, o al menos eso creí siempre, su trampa específica incorporada. El
caso es que estuvimos conversando un rato sobre ello; y a la hora de
los cigarros y el café -hace años que no fumo, pero me gusta que la
gente fume donde le salga de la bisectriz, y que la Parca recolecte
libremente a los suyos-, llegado el momento de la lengua suelta por
productos espirituosos, discursos informales y debate animado, se
planteó el tema de la orquesta: esos músicos tocando en cubierta
mientras el transatlántico insumergible se sumergía despacio en el mar
frío y tranquilo. Alguien mencionó el episodio como rasgo característico
de la estupidez humana. De cómo el ciudadano prefiere siempre que le
toquen la música antes que enfrentarse a la realidad. Convine en ello,
que me parece muy cierto; pero manifesté también que, en mi opinión, la
orquesta del transatlántico simboliza algo más. También esta mesa, dije
mirando alrededor, es una orquesta del Titanic. En tiempos como los de
ahora, cuando los periódicos reducen las páginas de Cultura a la mínima
expresión, y además las ocupan con el último diseño de calamar al dátil
deconstruido en sake por Ferrán Adriá y desfiles de la colección de
primavera de Danti y Tomanti, la existencia de fulanos -y fulanas- que
no se resignan, y siguen dispuestos a contarle a la gente la historia de
los libros que se publican, las exposiciones que se inauguran, la
música que es posible escuchar, me parece más necesaria que nunca. Y
algo está claro, añadí. El mundo para el que muchos de nosotros fuimos
educados hace medio siglo ya no existe. Mi abuelo, calculen, nació en el
siglo XIX. Esa vieja Europa ilustrada, memoriosa y culta, superior en
el más noble sentido de la palabra, la de Montaigne, Cervantes, Goethe o
Chateaubriand, se va a tomar por saco. Y los suplementos culturales de
los periódicos, pese a sus muchos vicios, tics, filias y fobias,
envidias y grandezas, infames a veces y otras espléndidos según la
racha, con firmas de gente honrada y también de indiscutibles hijos de
puta, son sin embargo, en su conjunto, la música de la orquesta que
suena, no para adormecer conciencias, sino como compañía y alivio de
muchos. Como último bastión. Como analgésico que no quita la causa
irremediable del dolor, pero lo alivia.
«Morir matando», apuntó Armas Marcelo entre dos chupadas al Montecristo, haciéndome el honor de citar unas antiguas palabras
mías. Y estuve de acuerdo. Esas modestas páginas culturales que
sobreviven, opiné, sirven para no resignarse. Para hacer que, al menos, a
los imbéciles y a los ignorantes les sangre la nariz. Para recordarnos
que aún es posible pensar como griegos, pelear como troyanos y morir
como romanos. Para aceptar, en fin, el ocaso de un mundo y el comienzo
de otro en el que no estaremos; y hacerlo serenos, jugando a las cartas
en el salón cada vez más inclinado del barco que se hunde, mientras por
los portillos abiertos, entre los gritos de quienes creían posible
escapar a su destino -«El barco era insumergible», reclaman los
imbéciles-, suenan los compases de la vieja orquesta que nos justifica y
nos consuela.