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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 17/7/2005
Al hilo de lo que escribía la semana pasada sobre la
responsabilidad de la derecha y de la izquierda en el desmantelamiento
de la vieja palabra España, no creo, como algunos cenizos, que tanta
bazofia política nos lleve de nuevo al año 36. Vivimos demasiado bien
como para pegar tiros en las trincheras de la Ciudad Universitaria. Si
hubiera bronca, la gente se echaría a la calle, en efecto; pero para
comprobar si le había pasado algo a su coche. El estallido, cuando
llegue, vendrá de las grandes bolsas de inmigración marginal
desatendidas socialmente, y de los conflictos irreparables que éstas
generen. Pero otra guerra civil no es el problema. Y a lo mejor de ahí
viene el problema: de que ya no es un problema.
Lo que nos espera es el desmantelamiento ruin de la convivencia. Egoísmo. Insolidaridad. Atentos a las
necesidades del negocio, a los socios y a la clientela, y a fin de
salvar el pellejo legislativo, algunos imbéciles han decidido que la
España que conocemos desde hace quinientos años está mal construida,
que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón no captaron la esencia del
asunto, y que la única vía hacia una España feliz y auténtica es la
liquidación del Estado y su sustitución por una confederación de
naciones y nacioncillas donde cada perro se lama con sonoros
lengüetazos su cipote. Esos cinco siglos de error histórico, el partido
en el gobierno está dispuesto a despacharlos en una legislatura, sin
despeinarse. Pero no creando antes las condiciones adecuadas -ésa sería
una opción política tan respetable como cualquier otra-, sino
imponiendo primero el concepto, vía artículo catorce, y luego dejando
que la realidad se adapte, retorciéndose como pueda, al esquema
general. Como ven, hablamos de política de alto nivel al mínimo costo.
Y luego, a la hora de reclamar daños y perjuicios, a saber dónde estará
cada cual. Con el maestro armero.
De cualquier modo, el sistema tiene un grave inconveniente: necesita hacer a la derecha culpable de lo que se pretende destruir.
Por eso al partido en el gobierno no le preocupa que, de paso, toda la
memoria histórica, toda la cultura, todo cuanto es patrimonio común y
vertebra la unidad nacional de la verdadera nación, la española, se
vaya a mamarla a Parla. Son daños colaterales. El precio a pagar,
argumentan los gánsteres que se frotan las manos dispuestos a
beneficiarse de la subasta. Y mientras, los aprendices de brujo,
enredados en un cóctel de probetas y líquidos de cuyos efectos no
tienen la menor idea -entre otras cosas porque no han leído un libro de
Historia en su puta vida-, proponen sustituir quinientos años de unidad
y otros dos mil quinientos de memoria bíblica, grecolatina, árabe,
mediterránea y europea, la España perfectamente definida y real, por
una cultureta descafeinada y mierdecilla, por lo socialmente correcto
que permite arañar votos de buen rollito, por la soplapollez de diseño
que tanto llena la boca, en foros multiculturales y otras demagogias, a
tanto ministro y a tanta ministra.
Hay algo que algunos no perdonaremos nunca a la presunta izquierda de este país desgraciado: que con su
miopía y su mezquindad haya cedido a la derecha el monopolio de la
palabra España. En vez de limpiar los símbolos y las palabras
contaminadas por el franquismo, a la izquierda le convino siempre que
la engreída derecha siguiera usurpando palabras como patria y bandera
nacional, y que se reafirmara como supuesto centinela de los valores
tradicionales, de la memoria histórica, que es la médula de cualquier
nación seria. Ignoro las veces que Felipe González pronunció la palabra
España siendo presidente. Pocas, desde luego. O ninguna. En cuanto a
Rodríguez Zapatero, cada vez que lo hace, me pongo a temblar. Esa
España suena ahora a pasteleo coyuntural. A chanchullo de taberna.
Y ése es el verdadero problema. El
pudrimiento de ciertas palabras y los treinta siglos que simbolizan:
tres mil años de extraordinaria herencia dilapidada por izquierdas y
derechas incapaces de comprenderla y de conservarla. Ésa es la
maldición histórica -la misma Historia que en los colegios y
universidades nos niegan y borran- de esta tierra desgraciada donde,
cada vez que algo bueno levanta la cabeza, hay innumerables hijos de
puta -reyes idiotas, validos arrogantes, curas fanáticos, generales
matarifes, políticos miserables- que, guadaña en mano, siguen
dispuestos a cercenar la esperanza.