Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Lo llamaremos Wolfgang. Es un guiri simpático, de piel sonrosada y ojos claros, que tras enamorarse como un becerro de una
española de rompe y rasga, cambió las brumas bálticas por el jamón de
pata negra y el sol trescientos días al año. Y aquí sigue. En una
ciudad del sur, junto al mar. Tiene buena biblioteca y gran afición a
la cultura local. Como lleva muchos años jubilado, dedica su tiempo a
eso: huronea en los archivos, asiste a conferencias, colecciona
grabados antiguos de la comarca, fotografía monumentos, edita libritos
y folletos, frecuenta tertulias. Lo hace todo, naturalmente, con
metódica eficiencia teutónica, tomándoselo muy a pecho. Ésa es la parte
más curiosa, por cierto, de algunos fulanos de allá arriba: cuando se
ponen a ello, son de piñón fijo. Igual de eficaces diseñando hornos
crematorios, taconazo va y taconazo viene, que salvando huerfanitos.
Todo depende del lado en que caigan. Donde los pongan o se pongan. De
cuáles sean las órdenes en vigor. Y Wolfgang, como digo, es de los que
habitan el lado bueno. Una excelente persona. Sólo llegas a detestarlo
un poco cuando te estás tomando tranquilamente un plato de menudo con
garbanzos y un vaso de vino en la barra de una tasca, te cae encima, y
durante tres cuartos de hora se empeña en contarte entusiasmado, con
todo detalle, fechas y horas incluidas, cada una de las muchas
actividades culturales a las que se ha dedicado en la última semana. Y
las futuras. Sin darte cuartel.
El caso, como digo, es que mi amigo ama a su ciudad adoptiva -andaluza por más señas- con pasión desaforada. Por eso, cuando aplica
al paisaje el rigor metódico e intelectual de su raza nórdica, se le
funden los plomos. En tales casos lo ves vagar desorientado como un
niño, con cara de panoli, mirándolo todo con los ojos muy abiertos.
Buscando que le expliquen lo que otros sabemos inexplicable, de puro
obvio. Sin comprender lo que cualquier español comprende al primer
vistazo. Hoy mismo me viene encima, con esa cara atónita que ya le
conozco bien. «Estoy mucho sorprendido -dijo-. No sabes lo terrible que pasa. Cosa espantosa.» Emito un gruñido ambiguo que lo mismo puede interpretarse como
desinterés que como atención cortés. Pero, en el orden de valores
sociales de Wolfgang -sota, caballo y rey-, eso es una señal de aliento
para que desahogue sus penas. Así que prosigue: «Durante años
busqué documentos antiguos sobre ciudad, ¿comprendes si te digo?...
Anticuarios y toda cosa así. Tengo en mi casa. Sí. Pagando yo. Mucho
importantes. Documentos no para mí sino para ciudad. Historia de
paisanos de aquí. Mucho dato. Memoria toda. Mí tengo archivo abundante
en casa mía».
Comento, mientras despacho el menudo con garbanzos, que
enhorabuena. Que es estupendo tener esos documentos y poder
disfrutarlos. Muy loable, también, que un guiri rescate la memoria
local. Si hubiera dependido del interés de tus conciudadanos de aquí,
añado, arreglados iban los documentos. A estas horas serían pasto de
ratas.
«Pero ése justo es problema -responde-. No creerás lo que cuento. Mismo yo no comprende. Hablo con autoridades y
universidad y pongo disposición suya. Digo aquí está archivo importante
ciudad, valioso mucho. Sí. Reunido por mí para vosotros. ¿Y sabes qué
contestan?... Que bueno y mucho interesante, que los guarde en mi casa.
Y pasan de mí, ¿creerlo puedes?... Le importa un mierdo documentos y
archivo y memoria ciudad y todo. Hasta me miran raro, yo te juro.»
Pues claro que te miran raro, respondo. Lo normal, si un español reúne una colección de documentos antiguos, es que se los
guarde para él, procurando que nadie se entere. No sea que otros puedan
beneficiarse de ello. Que le hagan pagar algún impuesto, por ejemplo. O
se los reclamen de otra autonomía. O peor aún: que alguien haga con
ellos un libro o un trabajo universitario brillante y se apunte el
tanto. Y claro. Sale un pavo reuniendo documentos antiguos y
ofreciéndolos por amor al arte, y la gente se mosquea. De qué va este
tío, dicen. El erudito de los cojones. Una colección reunida de modo
particular y puesta a disposición pública les rompe el esquema. Las
autoridades se verían obligadas a tomar decisiones, ¿comprendes?
Complicas su vida satisfecha y apacible. Los asustas.
«A veces, España mucho triste», concluye Wolfgang, meneando la cabeza. Y pide un vino, que bebe cabizbajo. También se
calza una ración de jamón ibérico. Yo miro las paredes del bar,
decoradas con equipos de fútbol, fotos de toreros y una estampa de la
Virgen del Rocío. «No se puede tener la paga del general y la verga del
teniente», digo. Y Wolfgang me mira con sus ojos bálticos y azules, sin
comprender un carajo.