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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 17/4/2005
María José, la telefonista del hotel Colón, me va a echar una bronca, como suele, en plan: esta vez se ha pasado
varios pueblos, don Arturo, de Dos Hermanas a Lebrija, o más lejos, a
ver quién le manda a usted meterse con la Sevilla de mi alma. Pero uno
debe ser consecuente; y la semana pasada, al socaire de Matanza cofrade y la parafernalia blasfemo-judicial que arrastra cual bata de cola, se
me calentó la tecla y prometí hablar hoy de cultura sevillana. De
manera que cumplo, arriesgándome a que me quiten los premios que en esa
ciudad me dieron por la cara, a que el director de ABC -allí y en Madrid El Semanal sale con ese diario- se acuerde de mis muertos, a que los amigos dejen
de mandarme aceite, y a que Enrique Becerra diga que el cordero con
miel o la carrillada de ibérico me los va a poner la madre que me
parió. Pero uno tiene derecho a hablar de lo que ama. Y el caso, como
dije que diría, es que con la palabra cultura ocurre algo extraño.
Cuando la pronuncian, cinco de cada diez sevillanos piensan en la
Semana Santa o la Feria de Abril. A lo más que llegan algunos es al
barroco de las iglesias. Mi compadre Juan Eslava cuenta lo del turista
que va en carruaje por la Alameda, y cuando pasa ante una estatua y
pregunta si se trata de un pintor, un escritor, un músico o un poeta,
el orgulloso cochero responde: «Qué va, hombre. Es Manolo Caracol».
Pese a los esfuerzos, casi suicidas, de heroicos paladines locales por romper la burbuja en que esa ciudad
vive ensimismada, el grueso de los esfuerzos culturales sevillanos pasa
por el embudo de las cofradías locales, estructura social en torno a la
que se ordena la vida pública. El resto es secundario, no interesa. Los
museos languidecen, las exposiciones llegan con cuentagotas -y sólo si
está Sevilla de por medio-, las librerías cierran, las bibliotecas no
existen o se ignoran. Si se tratara de una ciudad donde imperase la
modestia, uno creería que ésta se avergüenza de cuanto la hizo hermosa
e inmortal. Pero no es modestia sino egoísmo autocomplaciente,
indiferencia a cuanto no sea arreglarse el Jueves Santo para salir con
la medalla de la cofradía al cuello, a pintarla en la Feria, a tomarse
una manzanilla en Las Teresas o en Casa Román, mirando alrededor
mientras se piensa, o se dice, que Sevilla es lo más grande del mundo,
y qué desgracia la de quienes no nacieron sevillanos.
Siempre que viajo allí me pregunto lo que podría ser esa ciudad si dejara de mirarse en su espejo autista y se abriera
al mundo con la cultura como reclamo y bandera. Hablo de la cultura de
verdad, no de la caduca soplapollez de diseño que pretenden vendernos
políticos y mangantes en busca de la foto y el telediario del día
siguiente, o del folklore demagógico y sentimental con el que quienes
manejan el cotarro pretenden -y lo consiguen desde hace siglos-
llevarse al huerto a la ciudadanía. Hablo de la Sevilla que va más allá
de los retablos barrocos en misa de doce, de los bares de tapas, de los
pasos de Semana Santa, de la Feria de Abril y los carnets del Betis o
del otro, de los apresurados rebaños de chusma guiri que el sevillano
necesita tanto como desprecia. ¿Imaginan ustedes parte de la pasta
invertida en cofradías y casetas de feria, empleada en hacer de esa
ciudad un verdadero polo de atracción, no sólo del turismo, sino de la
cultura internacional? ¿Calculan lo que supondría aprovechar el clima,
el fascinante escenario, la abrumadora riqueza de palacios, atarazanas,
lonjas e iglesias, para proyectar la ciudad hacia el exterior, celebrar
conciertos de renombre internacional, organizar ferias y exposiciones
que atrajeran a artistas, críticos y público culto de todo el mundo?
¿Imaginan una gestión cosmopolita, lúcida y eficaz, de tanto arte,
arquitectura y belleza, con la extraordinaria marca registrada de
Sevilla como argumento? Es desolador que una ciudad así no se haya
convertido -la ocasión perdida de la Expo se esfumó con los mediocres y
los catetos que la gestionaron- en sede anual, bianual, quinquenal o lo
que sea, de acontecimientos culturales que pongan su nombre, a la
manera de Venecia, Salzburgo, París o Florencia, en la vanguardia de la
cultura internacional. En lugar de eso, Sevilla sigue resignada a ser
una pequeña ciudad onanista y a veces analfabeta, que no llora por las
cenizas perdidas de Murillo, pero sí cuando pasa la Virgen; y que
emplea el resto del año en discutir sobre si los arreglos florales de
la Esperanza Macarena eran mejores o peores que los de la Esperanza de
Triana.