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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/3/2005
Hace años, con motivo del intento de reflotar el Titanic y el espectáculo turístico-comercial que se organizó en torno al asunto, escribí aquí un artículo que se titulaba: No era un barco honrado.
Recordaba en él la opinión de Joseph Conrad, que antes de ser escritor
fue marino, cuando comparaba ese desastre con el hundimiento del vapor Douro. El Titanic se hundió despacio con 1.503 desgraciados, entre el desconcierto y la
incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro,
que se hundió en un momento, la dotación completa de capitán a
cocinero, excepto el oficial al mando de los botes salvavidas y dos
marineros para gobernar cada uno, se fue al fondo con el barco, sin
rechistar, tras poner a salvo a todo el pasaje excepto a una mujer que
se negó a abandonar la nave. Pero es que el Douro, concluía
Conrad, era un barco de verdad, y no un hotel marítimo de superlujo,
enviado, sin apenas marinos a bordo y con cuatrocientos pobres diablos
como camareros, a vérselas con peligros que, por mucho que digan los
ingenieros -Conrad escribió eso en 1912-, nunca dejan de acechar entre
las olas.
Todo esto me vino a la memoria con el asunto del Grand Voyager,
el barco turístico que estuvo hace unas semanas a la deriva en el
Mediterráneo con 474 pasajeros a bordo, sin máquinas, entre vientos muy
duros y olas de quince metros. Cuando pisaron tierra, después de
cuarenta horas zarandeados de mamparo a mamparo y echando las asaduras
por la boca, los pasajeros pusieron el grito en el cielo. Con toda la
razón, claro; aunque, antes de embarcar para un crucero, uno debería
saber que, además de visitar islas griegas y cosas así, quien navega se
expone a mojarse. Eso ocurre también en el Mediterráneo -«esa golfa
disfrazada de niña bonita», decía Paco el Piloto, que en paz descanse-:
una falsa piscina turística donde los temporales de invierno pueden ser
aterradores. Cualquiera de los que estaban -estábamos- en el puente del
petrolero Puertollano el día de Navidad de 1970, en lastre, con
temporal de fuerza 11 frente al cabo Bon y mirando el rostro impasible
del capitán don Daniel Reina como quien mira a Dios, puede dar fe de
ello.
Lo del Grand Voyager demuestra qué pocas cosas han cambiado en los noventa y tres años transcurridos desde el agrio
comentario conradiano sobre hoteles a flote. La tecnología proporciona
ahora mayor seguridad -siempre que no se estropee, claro-, pero el
concepto del crucero moderno no encaja en la realidad de ese medio
hostil que es el mar. Naturalmente, el azar manda: puede no pasar nunca
nada malo. Pero cuando pasa, pasa. Y entonces, esas moles desaforadas
demuestran que no tienen nada que ver con la honradez de un buen barco,
ni con el carácter marino exigible a quienes las tripulan y gobiernan.
Una de las pocas medidas marineras que se aprecian al analizar el incidente del Grand Voyager es el acierto de situar al pasaje en los pasillos, protegiéndolo de los
bandazos del buque. El resto parece un disparate, como la salida de
Túnez con mal tiempo y el empeño en navegar con mar de proa y fuertes
pantocazos, hasta que una ola alcanzó el puente, rompió un portillo,
mojó el instrumental y dejó al barco, con su enorme obra muerta,
atravesado a la mar, desvalido y sin gobierno. Mas lo peor, a mi
juicio, no es que un barco de crucero sea tan vulnerable con tiempo
duro, que su control se pierda por un cortocircuito en el puente, y que
los muebles y los objetos de a bordo no están anclados para evitar,
como ocurrió, que vayan de un lado a otro, máquinas tragaperras
incluidas, amenazando la integridad física del pasaje. Lo peor es que
pueden comprenderse muy bien los motivos del capitán del Grand Voyager.
Estoy convencido de que salió de Túnez pese al mal tiempo porque, tal y
como están hoy las cosas, un capitán de barco no es más que un empleado
de empresa sin capacidad de decisión ninguna; un gerente de hotel, un
conductor de autobús que debe estar hoy en Túnez, mañana en Barcelona y
pasado en Génova si no quiere que su empleo se lo den a otro. Y de las
dotaciones, mejor no hablar. Ignoro la proporción, pero mucho me
sorprendería que entre esos 313 miembros de la tripulación, camareros,
cocineros, limpiadores, azafatas, animadores, músicos y demás, hubiese
veinte marinos cualificados y profesionales. Resumiendo: el Grand Voyager tuvo más suerte que el Titanic. Enhorabuena. Pero tampoco era un barco honrado.