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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 29/11/2009
Hace unos meses me calzaron una multa. Tomé a 123 kilómetros por
hora, en la autovía de Madrid a Sevilla, una curva suave con velocidad
limitada a 100. La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible
tomarla a la velocidad indicada. Iba yo a mi marcha normal, en una
recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120
kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me
encontré con el inesperado cartel de todo a cien. Mientras intentaba
reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía
el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me
hizo la foto. Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque
preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de
Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por
hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y
donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de
pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo. Recuerdo que
antes había -todavía queda alguna, aunque pocas- señales cuadradas,
azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos.
Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al
ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí
respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas
a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora. Y ya se
lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches
abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada,
supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio»,
yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el
velocímetro. Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme
la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa,
aunque se parecía. Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el
asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas
combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía
la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por
carretera. Primero, al final de una larga recta de la autovía, una
señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la
velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta,
no había ninguna señal de retorno a los 120. Eso obligaba a rodar
durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un
poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y
justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una
curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar
de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un
enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo
precedía. Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad
permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero
éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más. En un
instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa.
Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las
luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre. Angustiado, asomé
un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión
que tenía delante y salir de aquella trampa saducea. Entonces, entre
curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin
hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo
esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo
tenía a un palmo. De perdidos al río, dije. Aceleré adelantando al
camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal
de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya
en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que
había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas
alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me
puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100. El
claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé
cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el
retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta
idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120. Me puse a 90,
por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras
otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado
detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino,
en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.