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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/11/2009
Me dicen los amigos hay que ver, Reverte, con esto del paisaje
que tenemos y la que está cayendo, salimos a cabreo semanal con
blasfemias en arameo, y hace tiempo que no cuentas ninguna de esas
peripecias de la historia de España que dejabas caer por esta página,
de marinos, conquistadores, aventureros y gente así, políticamente
incorrecta, que a veces consuelan y hacen descansar de tanta basura
parlamentaria y municipal, y tanta cagada de rata en el arroz. Y como
los amigos siempre tienen razón, o casi, y es verdad que hace tiempo no
toco esa tecla, hoy vamos a ello. De todas formas, para no perder el
pulso de la actualidad actual, quisiera recordar a un personaje que
practicó la alianza de civilizaciones a su manera. Ya me dirán ustedes
si viene a cuento, o no.
Se llamaba Antonio Barceló, Toni para los amigos. Como
de costumbre, si hubiera sido francés, inglés o de cualquier otra
parte, habría películas y novelazas con su biografía. Pero tuvo el
infortunio de ser mallorquín, o sea, español. Con perdón. Que es una
desgracia histórica como otra cualquiera. El caso es que ese fulano es
uno de mis marinos tragafuegos favoritos. Tengo su retrato enmarcado en
mi casa, junto al de su colega de oficio Jorge Juan, y en el Museo
Naval de Madrid hay un cuadro ante el que siempre me quito un sombrero
imaginario: D. Antonio Barceló con su jabeque correo rinde a dos galeotas argelinas. Hijo de un marino comerciante y corsario, embarcó siendo niño en los
barcos de su padre. La primera fama la consiguió con sólo 19 años, en
1736, cuando ya navegaba como patrón del jabeque correo de Palma a
Barcelona, y empezó a darse candela con los piratas norteafricanos que
infestaban el Mediterráneo occidental. En aquellos tiempos, como no
había telediarios donde hacer demagogia, a los piratas se les aplicaba
directamente el artículo 14. Y Toni Barceló, que conocía el percal y no
estaba para maneras de oenegé, lo aplicaba como nadie. El ministro
Moratinos y la ministra Chacón habrían hecho pocas ruedas de prensa con
él. Prueba de ello es que, pese a ser marino mercante y no de la Real
Armada -allí sólo podían ser oficiales y jefes los chicos de buena
familia-, fue ascendiendo en ésta, con los años, de alférez de fragata
a teniente general, a lo largo de una vida marinera bronca, azarosa y
acuchilladora. Dicho de otra forma, a puros huevos.
Lástima, insisto, de película que, como tantas otras, en este país de cantamañanas nunca hicimos. Ni haremos. Barceló libró
combates y abordajes de punta a punta del Mediterráneo. Combatió a los
piratas y corsarios, e hizo él mismo la guerra de corso con resultados
espectaculares. Sin complejos. Su ascenso a teniente de navío lo
consiguió por la captura al arma blanca de un jabeque argelino, que le
costó dos heridas. Sólo entre 1762 y 1769 echó a pique 19 barcos
piratas y corsarios norteafricanos, hizo 1.600 prisioneros y liberó a
más de un millar de cautivos cristianos. Y menos de diez años después,
sus jabeques, navegando pegados a tierra y jugándosela en las playas,
impidieron que la expedición española contra Argel terminara en un
desastre. Eran tiempos poco favorables a la lírica, y lo de las fuerzas
armadas españolas humanitarias marca Acme se la traía a Barceló, como a
todos, bastante floja. Argelia era la Somalia de entonces, más o menos,
y a los atuneros de entonces los protegió a su manera: en 1783 fue con
una escuadra a Argel, disparó 7.000 cañonazos contra la ciudad e
incendió 400 casas. Sin despeinarse.
También he dicho que era español, y eso tiene su pago de peaje. La envidia y la mala fe lo acompañaron toda su vida. Sus colegas
de la Real Armada no podían verlo ni en pintura, y andaban locos por
que se la pegara. No tuvo, como es natural, amigos entre sus pares.
Ayudaba a eso su persona y carácter, poco inclinado a tocar cascabeles.
Era hombre rudo y de escasa educación -sólo sabía escribir su
nombre-, brusco de modales, sordo como una tapia por el ruido de los
cañones. Tampoco era guapo, pues la cicatriz de un sablazo le cruzaba
el careto de lado a lado. Gajes del oficio. Pero sus tripulaciones lo
adoraban, peleaban por él como fieras y lo acompañaban, literalmente, a
la misma boca del infierno. Ganó honores y botines, rindió a enemigos,
asombró al mismo rey, y mandó barcos y escuadras hasta los 75 años. Se
retiró al fin a Mallorca, donde murió entre el respeto de todos. Fue
uno de los poquísimos casos en que España no se comportó como ingrata
madrastra, y agradeció los servicios prestados. Su fama fue tanta que
en sus tiempos corrió en coplas una décima famosa, a él dedicada, que
concluía: «Va como debe ir vestido / fía poco en el hablar / mas si llega a pelear / siempre será lo que ha sido».
Imaginen lo que se habría reído viendo lo de Somalia en el telediario, y a los piratas en la Audiencia Nacional.