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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/11/2009
Conozco, desde hace tiempo, a una señora que tiene a los niños
criados y al marido ocupado en sus cosas, y la suerte, ella, de no
tener que trabajar para ganarse la vida. Es una de esas mujeres
afortunadas con posición económica cómoda, dentro de lo que cabe, que
dispone de tiempo suficiente para dedicarlo a sí misma. Como todavía
está de buen ver -fue muy guapa y todavía lo es-, no necesita dedicar
horas a mantenerse en forma, pues tiene una forma estupenda. De maruja
calza lo mínimo: no es de mucha tele -excepto los debates políticos,
que se los zampa-, sino del tipo lectora. Devora libro tras libro;
sobre todo, novelistas rusos y centroeuropeos, en ficción, e historia,
ensayo y memorias sobre la primera mitad del XX. De bolcheviques,
revoluciones y ocaso de la monarquía austrohúngara, entre otras cosas,
sabe más que nadie. Disfruta con todo eso, sin otro objeto que el
conocimiento en sí mismo. Saber y pensar. Ni se le ocurre escribir
novelas, ni nada. Sólo tiene una profunda curiosidad por la vieja y
zurcida Europa. Por comprender, a la luz de la memoria escrita y la
cultura, el mundo que fue y el que es. El pasado que explica el
presente y los seres que lo pueblan.
Tiene tiempo libre, como digo. Y hace un par de años, en vez de meterse en un gimnasio o estirarse la piel, decidió hacer una
segunda carrera universitaria. Volver a las aulas, estudiar de nuevo,
asistir a clases que abrieran nuevas puertas a sus ganas de saber, a su
mirada curiosa y lúcida. Empezó temiendo ser la abuelita Paz de su
clase, pero se integró bien. Intercambia apuntes, hace trabajos en
común. El año pasado, estudiando como una leona, aprobó el primer curso
de una carrera de humanidades. Está encantada. Feliz. Sobre todo, como
ella dice, porque es maravilloso aprender sin otra ambición que el
conocimiento. Y también porque, afirma, su respeto por los jóvenes es
mayor desde que los trata cada día. Estamos equivocados con ellos,
sostiene. La mayor parte de mis compañeros de clase son chicos cultos,
de una tenacidad admirable. Con ganas de aprender. Con vocación,
inteligencia y coraje. Nunca he vuelto a hablar despectivamente de un
joven universitario desde que estoy de nuevo allí. Deberías decirlo en
uno de tus artículos, Reverte. Es de justicia.
Porque sólo es otro mundo, afirma mi amiga. El que viene. Chicos orientados hacia una manera diferente de ver la vida, nacidos en
un territorio hostil, más desesperanzado que el de sus padres y
abuelos. Con un futuro incierto, peligroso. Pero eso no mata su
entusiasmo. Es cierto que muchos llevan impresa la mirada del soldado
perdido: de quien sabe que el combate tiene pocas posibilidades de
victoria. Sin embargo, es admirable verlos levantar la mano en clase
para plantear preguntas o iniciar una discusión; la energía valerosa
con que defienden lo que creen saber y se adentran en lo que les
interesa. Su tenacidad, su sensatez. Una chica con piercings y la tripa
al aire, un pasota desastrado, pueden hacer de pronto una observación o
formular una pregunta que te hacen mirarlos, asombrada. Fascina
observar cómo se afirman intelectualmente, adentrándose en su vocación.
En sus sueños. Y no creas que van engañados: saben lo que les espera.
Perfectamente. Su generación creció con la certeza del paro
irremediable, del triste paisaje que les dejamos como herencia. Y sin
embargo, es conmovedor verlos perseverar, tenaces, en lo que les pide
el cuerpo. Persiguiendo lo que aman. Estudian hermosas carreras, en
apariencia inútiles, porque la utilidad que persiguen es otra. Va más
allá del simple ganarse la vida.
Hay pedorros, claro. Muchos. Descerebrados e imbéciles. Simple carne de botellón: borregos listos para el matadero. Pero ésos
siempre los hubo -haz memoria, Reverte-. En cuanto a mis actuales
compañeros de clase, te sorprendería ver los libros que llevan,
mezclados con los de Stieg Larsson y Ken Follet: clásicos griegos y
latinos, o literatura de altísima calidad. Los hemos visto crecer
pensando que son una generación irresponsable, analfabeta funcional,
que poco sabe y menos quiere saber. Sin darnos cuenta de que las
necesidades y el modo de aprender han cambiado, pero las ganas siguen.
Si piensas en lo que a nuestra generación le enseñaron y lo que
aprendió por su cuenta, comprenderás que es lo mismo. Estos chicos
hacen idéntico esfuerzo al que hicimos nosotros; más admirable en su
caso, pues ahora las interferencias son mayores. Los juzgamos con
dureza al verlos todo el día con el ordenador y la tele, sin darnos
cuenta de que ése es otro modo de formarse, que nosotros no tuvimos.
Una herramienta útil, adecuada al tiempo que viven y a lo que les
espera, que ellos manejan como nadie. Que los lleva más allá de donde a
nosotros nos llevaban nuestros simples libros. Así que no te equivoques
con ellos, amigo. Y deja de gruñir. Durante algún tiempo seguirá
habiendo justos en Sodoma.