Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 07/9/2009
He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados
o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo
por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es
inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino
expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo
comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar
los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya
no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de
quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o
para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser
una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la
inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de
ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».
Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de
la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera
mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio,
me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano
en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de
fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore
a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi
edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes
analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme
guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de
buenos y malos. A estas alturas.
La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la
ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos,
miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas
fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con
fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos,
liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y
confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó
sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la
escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres
llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos
mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la
impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y
afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después
miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.
Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa
blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la
espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los
fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente,
en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara,
hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca,
casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se
acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy
limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.
La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba.
Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a
su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña -la
señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si
hubiera ocurrido ayer- asegura que ésa fue la primera vez, en su vida,
que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con
hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante,
rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las
manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda.
Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó
decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la
niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a
mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas
guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa
blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la
escalera.
La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo
desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual,
porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa
cabeza -tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces-, todos eran el
mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado
en casa una camisa blanca.