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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 31/8/2009
Se me iban a pasar los calores sin mencionar la indumentaria, en ese añejo intercambio ritual entre colegas y suplementos dominicales
que Javier Marías, donde suele, y yo aquí, acostumbramos cada verano.
Ya saben: lorzas sudorosas a la vista y restregándose contigo en la
calle Sierpes, pantorrillas peludas a tu lado en el asiento del AVE,
fulanos quitándose las pelotillas de los pies en el museo del Prado, y
otros horrores estacionales de esta España convertida en inmenso
chiringuito playero. Pero hasta las costumbres desaparecen, incluidas
las propias. El mundo se derrumba, y nosotros etcétera. O ni eso, ya.
Lo cierto es que no pensaba mentar la ropa este año. Hace tiempo que lo
del indumento guarro es batalla perdida -o ganada, según el punto de
vista-, y tampoco va a ser cosa de enrocarse contra lo que no tiene
remedio, para que encima te llamen cabrón reaccionario con pintas, o
esa socorrida y polivalente palabra que ahora todo cristo, desde la
ignorancia redonda de su origen y significado -qué más da, a estas
alturas de la feria- utiliza igual para un roto que para un descosido:
facha, o fascista. Como el niño de Galapagar al que, hace poco, otros
niños molieron a golpes porque llevaba un polo y un pantalón largo en
vez de, por ejemplo, calzón pirata y camiseta. Llamándolo, claro,
facha.
Pero a lo que iba. Decía que este año no iba a ocuparme del indumento, pero me lo acaban de poner a huevo. Con una de arena y
otra de cal. La primera tuvo lugar donde menos lo esperaba: en el
restaurante Quatre Gats de Barcelona. Es un viejo local que me gusta
mucho, en el casco antiguo de la ciudad, donde en otro tiempo iban
pintores y otros artistas, Picasso incluido. La comida es agradable y
el servicio muy correcto. Ni siquiera la afluencia de turistas, que
ahora son clientela principal, consigue cargarse el encanto del sitio.
O, para ser exactos, no lo había conseguido hasta ahora. Porque hace
pocos días, mientras cenaba allí de chaqueta y sin corbata -un piano al
fondo, gente de apariencia educada, indumentaria veraniega pero
correcta en torno a las mesas- aparecieron, precedidos por un
obsequioso maître, cuatro guiris que podrían llegar directamente de una
playa: sudorosos, bañadores caídos, chanclas y camisetas de tirantes de
ésas holgadas, que dejan el sobaco y su floresta bien a la vista. Esto,
en el centro de Barcelona y a las diez de la noche. Y a esos cuatro
guarros, que entraron tan campantes y sin complejos, el sonriente
maître les asignó una mesa en el centro del local, para que lo
hermosearan a tope. Como lo más natural del mundo, por supuesto.
Clientes, a fin de cuentas. Gente que paga. Para qué nos vamos a poner
estrechos, con la que cae. Miró luego al soslayo el encargado, fuese, y
no hubo nada. Entre otras cosas, lo confieso, tampoco hubo petición de
cuenta y largarse en el acto por mi parte, por dos razones: la primera
es que la mesa de aquellos cuatro pavos me quedaba soportablemente
lejos; y la segunda, que todos eran gays. Uno, además, completamente
negro -subsahariano afroamericano, oí decir el otro día a una
señora en la radio, en delicioso anuncio de lo que nos espera-. Así que
pueden imaginarse lo mío. Ni parpadeé, siquiera. Se me habría
interpretado mal: no creo que ese cabrón del Reverte se vaya sólo por
las chanclas, etcétera. Elitismo enchaquetado, homofobia y racismo en
una sola noche. Bingo. Así que me quedé sentado, sin rechistar,
prisionero de lo políticamente correcto mientras despachaba mis manitas
de cerdo en salsa de cigalas. Que estaban riquísimas, por cierto. Qué
remedio.
La otra, la de cal, la dio en un local de comida rápida de un puerto playero mediterráneo, hace tres semanas, una camarera gordita y
fatigada. Liquidaba yo en mi mesa una hamburguesa con patatas fritas
cuando entraron dos anglosajones grandotes y colorados de sol,
descalzos y con sólo el bañador puesto. De ésos que ya van ciegos a las
cuatro de la tarde, y cuando salen al extranjero no hacen el menor
esfuerzo por hablar otra lengua que no sea la suya. Antes de que
abrieran la boca, la chica les dijo que allí no se servía a gente sin
la camiseta puesta. «Nou anderstán», respondió uno de aquellos gambas,
haciéndose el sueco aunque el hijoputa era inglés. Y entonces la chica
se tocó su blusa, bien sudada tras una durísima jornada de brega
laboral y dijo: «Sin camiseta, no comida, y puerta». Y el guiri que no
comprendía comprendió perfectamente, y los dos se pusieron las
camisetas. Y yo, mientras consideraba la conveniencia de saltar el
mostrador y darle un beso, smuac, a la gallarda heroína hamburguesera,
pensé que, guiris o de aquí, todo es aquello a lo que los acostumbras.
Lo que tragues, o no, a cambio de un euro más en la caja. O de tu
disposición a levantarte de un sitio donde comes, si no te gusta la
compañía, y a no volver más, si llega el caso. A fin de cuentas,
algunos tienen los turistas, los clientes y los vecinos de mesa de
restaurante que se merecen.