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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 19/7/2009
Me gusta el centro de Madrid. Es mestizo y cosmopolita: una
especie de legión extranjera donde cualquiera puede enrolarse. Es ésta
una ciudad bronca, generosa, con una potencia cultural extraordinaria
que quisieran para sí otras urbes que van de modernas. Es cierto que
casi todos los lugares castizos que amaba han dejado de serlo. En vano
busco la huella de Felipe y Mari Pepa, o la de esos pícaros que encarnó
en el cine el gran Tony Leblanc por los años 50. Tampoco del Madrid
elegante -Pasapoga, Chicote, Fuyma- queda apenas rastro, y el chotis
famoso de Agustín Lara dejó de tener sentido. Sin embargo, pasear por
el centro es una experiencia intensa de la ciudad, la Europa que
representa, el mundo que, para bien o para mal, nos pertenece y espera.
No digo que este Madrid me guste más que el otro. Desde luego que no.
Falta educación y sobran maneras bajunas. Pero es lo que hay, y lo que
queremos que haya. Como tal debo aceptarlo, considerando sus virtudes y
ventajas. De lo que no cabe duda es de que se trata de un Madrid más
luminoso, justo y libre. Vaya una cosa por la otra.
Pienso en ello mientras camino por la acera de la Gran Vía. Hay allí dos viejos roqueros cubiertos de tatuajes, habituales del
sitio. También lumis variopintas, un negro que toca el saxo, un
limpiabotas mejicano -el rey del brillo, afirma el cajón- y una
librería que sigue viva y llena de gente. Frente a un semáforo en rojo
se abraza una pareja. Son dos hombres jóvenes. Lo hacen con mucha
naturalidad y afecto. Con ternura. Uno le pasa una mano por la nuca al
otro, acariciando su cabello. No hay en ellos nada de extravagante, o
escandaloso. La actitud es propia de una pareja cualquiera,
heterosexual o no. Otra cosa sería -mis reflejos son viejos y
automáticos, qué remedio- dos pavos metiéndose la lengua y sobándose
sin recato. Eso lo estimaría tan desagradable como si lo hicieran un
pavo y una pava. No por cuestiones morales, sino por simple estética.
Hay momentos y lugares para cada cosa. Creo. Por eso no me agradan los
que se magrean excesivamente en público, sean hombres, mujeres, pareja
convencional o pareja de la Guardia Civil. Me parece una falta de
consideración. Una ordinariez propia de gentuza.
Hay a mi lado un fulano que mira a la pareja con cara de desagrado y luego se vuelve hacia mí, como buscando complicidad. No
dice nada, pero es evidente lo que piensa. Menudo espectáculo,
etcétera. En ésas el semáforo se pone en verde, todos seguimos
adelante, y me quedo con la inquietud de si el que me miró se lleva la
impresión de que comparto su enfoque del asunto. Me habría gustado
contarle algo personal. Un recuerdo de juventud: parque de ciudad
mediterránea y pareja de dieciséis o diecisiete años, chico y chica
sentados en un banco, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Y
en ésas, un guarda jurado de los de antes, con bandolera de cuero y
chapa dorada, parándose delante para darles la bronca por la actitud.
El representante de la autoridad, o sea. El esbirro estúpido de un
sistema hipócrita regido por curas que tonteaban con niñitos en el cole
y por espadones de comunión diaria, casados con loros resecos que
meaban agua bendita, ganándose el sucio jornal de la decencia a costa
de dos chicos sentados en un banco. «A ver si tenemos posturas más
decentes», fueron las palabras exactas de aquel cerdo vestido de pana
marrón. Y cuando -ella, avergonzada, mantenía el rostro oculto en el
hombro de él- el jovencito se encaró con el guarda diciendo que la
chica estaba mareada y se apoyaba por eso, el otro, chulesco,
perdonavidas, con esa insolencia que los mierdas con autoridad suelen
mostrar ante los más débiles, respondió: «Pues en cuanto se espabile,
largo de aquí. Y ligeritos». Y aquel muchacho, que cuarenta años
después todavía recuerda aquello con impotencia y rubor, lamentó no
tener edad suficiente para levantarse y, con alguna garantía de éxito,
intentar romperle la cara a ese hijo de puta.
Calculo ahora, recordando, la suerte que habrían corrido entonces los dos hombres jóvenes abrazados del semáforo. La que
corrieron tantos por menos de eso, a manos de representantes de la
autoridad, de guardas jurados y guardias ejemplares, custodios celosos
de la moral y las buenas costumbres. Cuánto sufrimiento y cuánta
amargura irreparables. Cuánta injusticia. Por eso merece la pena lo
ganado desde entonces, a cambio de otras cosas, buenas o malas, que se
quedaron en el camino. Con miserables como el del parque dedicados hoy
-por desgracia, nunca faltarán voluntarios para delatar o reprimir a
otros- a menesteres menos evidentes y grotescos. Así que, concluyo,
bendito sea este Madrid donde pueden abrazarse dos jóvenes en la calle
sin que un sicario a sueldo del obispo o el comisario de turno los
importune con su vileza insolente. Puestos a elegir entre esto y
aquello, incluso violentando las buenas maneras, prefiero verlos
meterse la lengua. Hasta dentro.